Uno de los rasgos negativos de nuestro tiempo es el crecimiento progresivo de los valores de una cultura relativista que lleva a los seres humanos a ocuparse cada vez, mucho más, de lo incidental o coyuntural y cada vez menos de lo trascendente.
Nos dedicamos a los medios que empleamos en nuestra actividad cotidiana, pero no nos detenemos a reflexionar sobre los grandes fines y los altos valores sobre los cuales se funda la sociedad a la que pertenecemos. Sin embargo, el tema de los fines y los valores es el que más debería ocupar el pensamiento y el interés prioritario de aquellos que aspiramos a vivir en un mundo mejor.
Está visto que ninguna sociedad puede organizarse sobre bases sólidas si no existe en su seno el compromiso compartido de preservar y fortalecer determinados valores fundamentales. Cuando se generalizó en los siglos XVIII y XIX, la adhesión de las naciones civilizadas al régimen democrático, se extendió también, rápidamente por el mundo la idea de que ciertos valores jurídicos y morales básicos -por ejemplo, los que tiene que ver con la inviolabilidad de los derechos individuales o con el respeto irrestricto a la dignidad de la persona humana- debían ser consagrados expresamente como principios supremos e inamovibles.
En casi todos los países civilizados se acordó, en consecuencia, que ningún gobierno tendría facultades para alterar, desvirtuar esos principios constitutivos esenciales. Por eso, tantos países- Venezuela, entre ellos- incluyeron en sus Constituciones un repertorio de definiciones, derechos y garantías que debía quedar excluido del debate político circunstancial. Esos valores pasaron a ser lo que se conoce como los “contenidos pétreos” del orden constitucional.
Ahora bien, la preservación de esos valores fundamentales, hoy día, en nuestro país, corren peligro, no están garantizados por el gobierno de Hugo Chávez, ni por el orden político o jurídico. Es necesario que la propia sociedad- todos los sectores que la conforman- se ocupen de velar por la permanente vigencia de esos valores y principios en el seno de cada familia, en la relación entre padres e hijos, en los diferentes ámbitos de la vida cultural, en los medios de comunicación y, muy especialmente, en el campo educativo. Defender los valores máximos de una sociedad es tarea y responsabilidad de todos. Los valores, en realidad, no son públicos ni privados: son de todos los hombres y mujeres y de todos los pueblos.
La educación en valores es el eje a través del cual se asegura que una sociedad permanecerá fiel a los ideales y conceptos universales que hacen más libre al hombre y que dieron origen, a lo largo de la historia, a los principales contenidos del humanismo civilizador.
Entre esos valores que la civilización y la historia han consagrado ocupan un lugar principalísimo el rechazo y la superación de todas las formas de violencia, la defensa de la paz, como ideal universal, la exaltación de la libertad y la justicia, y fuera de toda duda, el reconocimiento de la familia como el ámbito natural de comunicación de la vida y la formación y educación de los hijos. Un mundo sin valores es un mundo vacio.
Entre esos valores que la civilización y la historia han consagrado ocupan un lugar principalísimo el rechazo y la superación de todas las formas de violencia, la defensa de la paz, como ideal universal, la exaltación de la libertad y la justicia, y fuera de toda duda, el reconocimiento de la familia como el ámbito natural de comunicación de la vida y la formación y educación de los hijos. Un mundo sin valores es un mundo vacio.
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