La guerra, decía Clausewitz, es la continuación de la política por otros medios. El éxito exige tener claro su fin político (qué se pretende lograr con la guerra), así como los objetivos militares derivados de tal fin (qué se pretende lograr en la guerra).
La guerra civil libia es un interesante caso de deliberada confusión acerca del fin político por parte de los aliados occidentales, confusión que ha degenerado en estancamiento, amenaza con prolongar la guerra civil y eventualmente producir una severa crisis humanitaria, es decir, precisamente lo que anunciaron que evitarían con su intervención militar.
Es obvio que el fin político de Washington, París y Londres ha sido desde el principio derrocar a Gadafi. No obstante, para disimularlo, reducir resistencias internas y minimizar los riesgos a sus precarias bases de apoyo doméstico, los dirigentes occidentales buscaron cobertura bajo una ambigua resolución del Consejo de Seguridad de la ONU, que estableció como fin político la protección de los civiles sin mencionar el derrocamiento de Gadafi. Fue descartada además de manera expresa la “ocupación” extranjera de Libia.
ESTRUCTURA DE LA ONU |
En otras palabras, Rusia, China y la Liga Árabe admitieron la intervención, pero a medias, dentro de límites que complican en extremo el uso de tropas terrestres y el apoyo masivo a los rebeldes libios.
La OTAN se lanzó a la aventura confiada en que el uso avasallante de su poder aéreo daría suficientes ventajas a los rebeldes, conduciendo a un pronto colapso de Gadafi y su régimen. Pero los planes no marcharon como se esperaba. El poder aéreo no ha derrocado a Gadafi y los rebeldes libios han mostrado que carecen de la destreza militar y el respaldo político necesarios para forzar una decisión.
Varias lecciones se desprenden, hasta el momento, de la experiencia libia. Nuestra época no es la primera en la cual las democracias occidentales, sus dirigentes y electorados, deciden que la guerra clausewitziana ya no debería existir como instrumento legítimo de la política, y que la misma debe ser eliminada o convertida en herramienta “humanitaria”. En lugar de ser la continuación de la política, las guerras de hoy son la continuación de la bondad por otros medios. Entre 1919 y 1938 los electorados y dirigentes de la Europa democrática vivieron ilusiones semejantes, hasta que sus quimeras estallaron.
Como sostuvo Orwell, el peor enemigo de la claridad en el uso del lenguaje es la hipocresía. Las democracias occidentales de hoy se sustentan en la permanente demagogia de políticos que viven de una popularidad frágil y pasajera; son democracias complacientes que miman a electorados poco dispuestos a enfrentar verdades desagradables, bien sea en materia económica, de política internacional, u otras. Para consentir a sus caprichosos electores los políticos ya no hacen la guerra sino que contribuyen a “causas humanitarias”. El resultado de todo ello es que los desafíos a la seguridad internacional se multiplican y profundizan, como está ocurriendo en Libia y seguirá pasando desde Corea hasta Irán y el Caribe. Occidente se desarma sicológicamente y los enemigos de la libertad toman aliento para conquistar sus metas.
Es mil veces preferible un político realista y sin pretensiones moralizantes, que sólo recurre a la guerra si el fin está claro y los medios son adecuados, a supuestos idealistas y predicadores de presuntuosas banalidades. Y con respecto al dictador libio, recordemos a Maquiavelo: “Las ofensas deben hacerse todas de una vez, porque cuanto menos se repitan, menos hieren”.
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