Hace un año Sebastián Piñera llegó a la presidencia de Chile saludado por un terremoto devastador cuyos daños fueron calculados en treinta mil millones de dólares. No obstante, el balance objetivo de esos 12 meses es razonablemente bueno. Veamos los números: crecimiento del PIB de un 5.2%, ligero aumento de la productividad, reducción de la inflación en un 25% (de 4 pasó a 3), disminución de la delincuencia y un clima social relativamente sosegado, pese a que cierta izquierda rabiosa intentó presentar al nuevo gobierno como el retorno del pinochetismo, lo que presagiaba una atmósfera conflictiva.
En todo caso, más importante que los logros de Piñera o que sus fallos --subió inesperadamente los impuestos, evitó la creación de una necesaria central eléctrica a carbón por presión de los ambientalistas-- es la continuidad sin sobresaltos de su obra de gobierno. De la misma manera que en 1989, presididos por el democristiano Patricio Aylwin, una coalición de centroizquierda sustituyó a la dictadura de Pinochet tras una reñidas elecciones, pero no renunció a los aspectos positivos que dejaba el general, sino se dedicó a edificar una democracia moderna regida en lo económico por el mercado y la empresa privada, Piñera ha hecho exactamente lo mismo: asume el poder tras la socialista Michelle Bachelet y no destruye absolutamente nada. Sencillamente, continúa la marcha, propone ciertas medidas de gobierno que a él y a sus expertos les parecen más eficaces, rectifica o revoca otras, y todos permanecen sometidos a la autoridad de la ley y al amparo de las instituciones.
Por eso Chile es hoy la nación más exitosa de América Latina. La inmensa mayoría de la sociedad está de acuerdo en que el mejor modelo de convivencia es el que se encuentra dentro del paradigma político de la democracia liberal y en los fundamentos económicos del mercado y la supremacía de la sociedad civil. En consecuencia, la clase política se mueve pacífica y cívicamente dentro de ese espectro, que es, además, el de las veintisiete naciones de la Unión Europea, y de otra docena de países triunfadores del primer mundo: Estados Unidos, Canadá, Suiza, Israel, Japón, Australia, Corea del Sur y un breve etcétera.
Finalmente, quienes componen el abanico de la democracia liberal chilena --democristianos, socialdemócratas, liberales y conservadores, cualesquiera que sean sus denominaciones oficiales-- han entendido que no son enemigos irreconciliables, sino miembros de una misma familia política, capaces de hacer coaliciones, apenas diferenciados por matices que no cuestionan el sistema en el que viven, sino el estilo de la gerencia. Lo que se discute con pasión es el monto de la presión fiscal, las prioridades en los gastos públicos y las normas sociales: aborto, preferencias sexuales, posición frente al consumo de drogas y el resto de los habituales reñideros morales.
Esa es la madurez. Así se comportan las naciones serias. Sin sobresaltos, sin delirios revolucionarios encaminados a refundar la nación de acuerdo con las fantasías del caudillo de turno.
Es verdad que en las sociedades triunfadoras los héroes no suelen ser los políticos, sino los empresarios destacados que generan riqueza, los científicos que han logrado grandes descubrimientos, los atletas que han conseguido romper marcas olímpicas o los intelectuales y artistas universalmente admirados. En estos países las sociedades no se sacrifican para glorificar a sus gobernantes, sino sucede a la inversa: los gobernantes se sacrifican para gloria de las sociedades a las que sirven. No llegan al poder para mandar, sino para obedecer y servir.
Eso es lo que Chile viene haciendo desde hace más de veinte años. No hay más secreto.
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