Nada mejor que vivir donde a uno no le importe si el mandatario es intolerante
La intolerancia es una reacción animal. Ante cualquier estímulo que el cerebro interpreta como agresión, se suelta la adrenalina, se contrae la musculatura, la sangre abandona rostro y tórax hacia las extremidades para preparar el combate -o la fuga, mejor- y nos ponemos lívidos. Miles de años de desarrollo cultural nos enseñaron a controlar un poco las pulsiones y preferimos trabajar o convivir con alguien que acepte las ideas ajenas sin convertirse en Hulk, que pueda superar su bioquímica mejor que una bestia. Otros no se dominan en una controversia sino que apelan inmediatamente a las trompadas físicas (o morales, en el mejor de los casos). En política la bestialidad toma forma de radicalis mo, recurso más corriente para compensar fallas de sinapsis.
Es tan laborioso vigilar el estrés y la respuesta agresiva, como los impulsos eróticos que nos dilatan las pupilas, relajan los músculos y generan otros cambios ante personas o situaciones que nos agradan. Cuentan que Burt Lancaster tuvo que repetir por varios días una escena en traje de baño con Ava Gardner, ya que le era imposible atenuar las visibles manifestaciones de entusiasmo que ella le producía.
Con Locke y Voltaire el concepto de tolerancia nace a la política, paradójicamente a partir de la idéntica violencia desatada por dos religiones rivales. La Iglesia Anglicana embiste en 1670 contra las disidencias, con asesinatos, torturas, quemas de libros. A monjas acusadas de herejes les daban de comer anchoas en el calabozo y luego les negaban agua. La reacción de Locke fue desafiante y heroica: publica Carta sobre la Tolerancia donde fundamenta filosóficamente el libre albedrío, la libertad de conciencia y la necesidad de que la autoridad acepte la existencia de diversas concepciones religiosas.
De otro lado de la talanquera religiosa y geográfica, en Francia católica décadas después, Voltaire reacciona con el mismo coraje: la frase "no estoy de acuerdo con tu opinión pero sí dispuesto a morir por tu derecho a expresarla", aun siendo apócrifa contiene la substancia de su obra y de su vida. Conoce el monstruoso y amañado proceso contra Jean Calas, un honorable comerciante calumniado y ahorcado por los católicos por protestante. Ante esto escribe su valiente Ensayo sobre la Tolerancia. La esencia de ambas obras es la misma. El poder debe "aceptar", "admitir", "consentir", "tolerar", "condescender", las opiniones disidentes.
La sociedad contemporánea digirió el concepto de tolerancia y lo convirtió en huesos y carne de las instituciones democráticas que tanto odian los revolucionarios porque les obstaculizan hacer lo que les da la gana. Desaparece licuada en el Estado de Derecho. Cuando una sociedad está regida por la separación de poderes, única defensa contra la tiranía, la tolerancia pasa a ser una virtud privada y no política. En Dinamarca o Canadá a los ciudadanos les importa muy poco si el presidente tiene mal carácter, si al gobierno le gusta o no sus opiniones políticas, sus costumbres sexuales, sus credos religiosos o al negocio que se dediquen para ganarse la vida. Si se pone "intolerante", peor para él. Nadie está más vigilado que el mandatario de una nación libre y tiene que cuidarse más bien de la factura electoral o, en casos extremos, del impeachman.
Los dictadores son unas especies tercermundistas que se reconocen por su mal olor como los mapurites. Donde hay uno, las cosas son al revés. Allí los cuasi-ciudadanos, meros habitantes, accidentes demográficos sin derechos, deben vivir aterrados porque al energúmeno que gobierna no se le ocurra ocupar propiedades, insultar por televisión, mandar alguien a la cárcel contra la ley, o lanzar tropas de asalto dirigidas por perdedores desquiciados. Los cuasi-ciudadanos trémulos, agradecen que sea "tolerante", permita "un poco" de libertad de expresión y reconforta que no asesine gente, que no haya "mucha" represión, que no se torture indiscriminadamente, todo como si se estuviera ante Richelieu. El cuasi-ciudadano va a las elecciones ligando que no haya fraudes, "baños de sangre", "golpes de Estado", "revoluciones pacíficas pero armadas" y otras mugrosas expresiones de atraso.
Noriega fue relativamente tolerante igual que Batista y Velasco, no así Castro, Trujillo ni Pinochet. Pero todos ellos pertenecen al cementerio de los vampiros. Nada mejor que vivir donde a uno no le importe si el mandatario es intolerante, porque para nosotros eso sea de tan poco relieve como una tormenta de fuego en Saturno.
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