Insistimos en la palabra y en el concepto de Revolución Democrática y la ubicamos, con exactitud, en el presente Siglo XXI y no por casualidad. La Revolución deviene cambio, alteración sustantiva del orden constituido; cambio hacia adelante, siempre en las fronteras del futuro. Y la Revolución , cuando es Democrática, se explica como un fenómeno impregnado de universalidad, carente de cualquier significación sectaria, excluyente o privativa en beneficio de unos y en contra de los demás.
Al situarse en el Siglo XXI, en definitiva, la proyectamos como una propuesta para ser alcanzada el mismo día de hoy. En el mundo árabe acaban de producirse los primeros de una serie de movimientos, los cuales los más conocidos y respetados analistas internacionales han coincidido en llamar movimientos de la revolución democrática, en un área históricamente sometida a la férrea y continua perpetuación de regímenes autoritarios, supuestamente justificados por una relación de divinidad. Y no por tanto se expresen en alianza con los principios generales, de simple índole política, de la muy antigua Revolución Francesa, de 1780 (liberté, égalité, fraternité), sino por cuánto anuncian una voluntad colectiva de transformar las realidades sociales y económicas de las naciones ya afectadas, para incorporarlas a la “nueva modernidad”, a la revolución histórica del nuevo siglo.
En Venezuela, la palabra “revolución” ha servido para muchas tropelías y la mayoría de esas aventuras autodenominadas “revolucionarias” han terminado en hondas frustraciones, en tremendos engaños, los cuales han provocado la suspicacia y el temor con el cual los venezolanos reciben, cada vez, una nueva propuesta sugerente de un cambio, de una transformación revolucionaria. Hoy por hoy, la apellidada “socialista” o “bolivariana” no ha tardado demasiado tiempo en descubrir su propósito castrense, su naturaleza autocrática y su carácter de “apartheid” monocolor. No obstante, debemos reconocerlo, son millones los compatriotas de humilde condición social los que aún, en ausencia de otra alternativa en el espectro de las esperanzas, siguen creyendo en la posibilidad de alcanzar mejores condiciones de vida tras el arbitrario empuje del fraude imperante en el régimen que nos gobierna. Sería irresponsable no advertirlos de cómo están exponiéndose a servir de “carne de cañón” a las ambiciones de poder, desmedidas, grotescas, de un grupo de inmorales que está llevándonos a un franco estado de destrucción nacional, en el siglo XXI, con falsos ideales concebidos ni siquiera en el siglo pasado, sino en el siglo XIX, cuando Carl Marx y Frederic Engels publicaron, en 1840, en la Gaceta de Berlín, su “famoso” Manifiesto Comunista.
Tenemos que convencernos de estar en verdad en un nuevo siglo y que el mismo vocabulario político ha cobrado nuevos términos para el entendimiento común. No podemos permitir que se siga encerrando a las mentes, a las almas, a los sentimientos humanos de nuestros connacionales, en la vieja dicotomía de un “socialismo” que salva, enfrentado a un “capitalismo” que oprime. Y tenemos que hacerlo con claridad y sin prejuicios. China, la antigua sociedad comunista de Mao Tsé Tung, se convirtió en la segunda potencia económica del mundo, precisamente, cuando se abrió a la globalización y se insertó en el mercado mundial. Probablemente mediante una original concepción de un “socialismo capitalista”.
La misma revolución democrática del mundo árabe ha podido tener éxito en la medida en la cual se fundamentó en la utilización de las nuevas redes sociales (Internet, Twitter, Facebook, etc.) no sólo para comunicarse multitudinariamente en regiones donde la libertad de expresión siempre estuvo proscripta, sino también para intentar un nuevo estilo, una manera diferente de organizarse y de activar una voluntad colectiva para la consecución de sus metas primigenias. No en vano hemos avanzado, tecnológicamente, como para no continuar aplicando los primitivos conocimientos de la humanidad, en cuanto a la organización social, el enriquecimiento cultural, el mejor desempeño, productivo, eficiente, cada vez más animado por la competitividad, del complejo aparato de la producción de bienes y servicios, para garantizarnos un crecimiento sostenido del beneficio en las condiciones de vida. El pasado cumplió su misión. Ahora nos toca prepararnos para vivir el futuro.
Muchas de las instituciones que todavía operan en nuestros pueblos, deberían reorganizarse para estar a la altura de la exigencia del porvenir. Más que sindicatos, contratos colectivos, pliegos de peticiones y huelgas paralizantes del desarrollo económico, nuestros trabajadores, ya despegados de la pobreza y del atraso, deben presionar para el establecimiento de premios a la productividad, compitiendo entre si y haciendo cada quien mejor, los méritos para alcanzar posiciones gerenciales en las empresas u organismos donde laboren. Siempre hacia arriba. Nunca hacia atrás.
Y los partidos políticos, así como las demás organizaciones sociales, deben convertirse en movimientos con retos y objetivos definidos, sin los percances de la desviada presencia de rigores ideológicos, generalmente influidos por el pasado. Muchas ideas nuevas, ambiciosas, estremecedoras algunas, brillantes todas, pueden y deben surgir de esta necesaria concepción de la nueva modernidad, pero sin sacrificar, para nada, los valores fundamentales del sistema democrático, incorporado al todo del cuerpo social de la humanidad. Sin sacrificar la libertad. Sin sacrificar la justicia. Sin sacrificar la fraternidad.
Una vez mas lo repetimos: es la hora de la Revolución Democrática del Siglo XXI. Ojalá podamos concentrarnos en esta convicción.
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