La política contemporánea está plagada de iluminados. Se trata de personajes que suponen tener cierta superioridad sobre el resto de los mortales. Desde diferentes ámbitos ideológicos, este grupo de individuos pretende tener condiciones sobresalientes, creen disponer de una mente privilegiada y atributos que reconocen en si mismos como magníficos y con ellos intentan conducir la vida de millones de seres humanos.
Suponen, por vaya a saber que extraño mecanismo, que poseen un intelecto superior, algún don sobre natural, que hace que puedan atribuirse las decisiones que por esencia humana se corresponden con el ámbito individual. Ellos intentan decidir a diario que deben hacer los ciudadanos por su bien, imponen sus reglas, las llenan de su lógica, fijan su propia moral como parámetro y las trasladan al resto de la humanidad sin más.
Ellos dicen saber como debemos alimentarnos, que es lo mejor para nosotros, que nos hace bien en la salud, que carreras debemos estudiar en las universidades y que deben incorporar como conocimientos nuestros hijos en las escuelas. Establecen reglas para que los individuos nos relacionemos, fijan restricciones, imponen criterios y establecen líneas morales propias, con su escala de valores, como universales.
Ellos saben todo, y lo saben mejor que nadie. Por eso se dedican a ocupar cargos de conducción y les fascina la política. Han descubierto que desde allí pueden imponer su modelo de vida, e implantárselo a los demás sin intermediarios. En ese ámbito, en el de la concentración de poder, se mueven con gran comodidad.
La sociedad los ha legitimado ingenuamente, y ellos entienden que los ciudadanos no necesitan representantes, sino patrones que orienten sus vidas. Y quien mejor que ellos para cumplir ese rol divino. El de establecer reglas y ordenar a cada uno respecto de lo que debe hacer.
Después de todo, para su lógica, nosotros, los ciudadanos, no estamos suficientemente preparados para tomar semejantes decisiones y ellos generosamente, de modo altruista, casi vocacional, nos reemplazan, nos dicen que es lo mejor para nosotros y si no cumplimos con sus consignas incorporan rápidamente la filosofía complementaria que dice que hay que respetar la norma, porque para eso están las leyes, para cumplirlas.
Ellos entienden disponer de una inteligencia superlativa, nosotros somos simples ciudadanos, mentes inferiores, sin capacidad de elección, que debemos, por nuestro propio bien, someternos a sus normas para vivir mejor. No tenemos el intelecto suficiente, como ellos, para discernir lo bueno de lo malo, y por eso nos reemplazan hasta que maduremos y ellos entiendan que estamos en condiciones de decidir por nosotros mismos. Pero que quede claro, no es su sed de poder, ni su soberbia, ni su autoritarismo compulsivo lo que los impulsa a hacerlo. Solo intentan evitar que tomemos decisiones equivocadas, porque ellos, mente brillante mediante, están en condiciones de garantizarnos las mejores decisiones.
Ellos saben lo que sucederá y por eso nos evitan los males y para ello nos indicarán como vivir, que comer, a que actividades debemos dedicar nuestros esfuerzos, que estudiar, donde y con que contenidos, en síntesis la idea es gobernarnos hasta en los detalles mas básicos y elementales. Se trata de controlarnos, de dirigirnos, por nuestro bien, para que seamos más felices.
Habrá que decir que no los necesitamos, que los seres humanos, con más formación y educación, o con menos, o inclusive nada, podemos, y debemos, decidir por nosotros mismos. Es importante que ellos sepan que no tenemos miedo a equivocarnos, que ninguna formula nos garantiza el éxito, y que mucho menos, delegándola en superdotados, estaremos satisfechos con lo decidido.
El individuo, el ser humano, es esencialmente libre. No necesitamos protectores, ni tampoco paranoicos que fabriquen fantasmas, grandes monstruos inexistentes, para justificar que empezarán a dominar nuestras vidas para salvarnos de las calamidades del hombre.
Es preferible que cada individuo decida como organizarse en comunidad, como hacerlo a su modo, como luchar contra los grandes flagelos tangibles y reales, que seguir escuchando a los capangas que han construido conspirativas teorías que se han convertido en convenientes y funcionales ideas para construir poder concentrado, normas restrictivas de la libertad, y fundamentalmente la necesidad de establecer un mandamás, alguien que tome decisiones por los ciudadanos, lugar claramente reservado a ellos mismos.
Es que casualmente quienes han desarrollado largamente tremendas historias de confabulaciones, descriptivas de poderes que se imponen a los más débiles, son los que generosamente se ofrecen para ocupar posiciones que enfrenten a esos problemas. Para defender a los pobres ciudadanos de tantas cosas nefastas, piden un precio, el de la libertad, el de otorgar la suma del poder publico al líder de turno, a la corporación política, a la construcción de la utopía de la felicidad, a la mega presencia estatal, esa que propone quitar libertades para permitir a los individuos mayor felicidad.
Una gran mentira, milimétricamente premeditada. No necesitamos gurúes, ni iluminados. Y mucho menos aun de esos que se ofrecen como mentes brillantes que nos impondrán un modelo de vida por nuestro bien. Y no se trata del utilitarista modelo del presente, ese que habla de resultados. Es bastante más simple. Cada uno de nosotros tiene derecho a equivocarse por si mismo. Ni siquiera se trata de acertar, de tomar las decisiones correctas, ni las mejores, ni las más adecuadas. Se trata de la capacidad de los seres humanos de administrar su libertad, con errores y aciertos, con experiencias propias, esas que se constituyen en el mejor y único aprendizaje válido.
No necesitamos que nos reemplacen en nuestras decisiones. No somos brutos. Y si lo fuéramos, después de todo, es un problema individual, porque las consecuencias de las decisiones personales, también será una responsabilidad individual. Y si eventualmente alguien cree en lo inverso, cree que es sano delegar decisiones en otro que decida mejor que él, pues adelante que lo haga, pero con su libertad individual, y no con la del resto de la sociedad.
La matriz dice que los dictadores, los iluminados, además de soberbios, arrogantes y petulantes, desean controlar la vida de los demás, les encanta decirles a los otros que hacer, pero rara vez aceptan que se los controle. Claro se trata de seres superiores. Ellos si saben decidir y no precisan que otros los reemplacen. En cambio nosotros, los ciudadanos, seres inferiores, precisamos orientadores, y son justamente ellos quienes nos salvaran de las catástrofes del presente.
Vale la pena repetirlo. Alguna vez comprenderemos que los seres humanos somos esencialmente libres. Entenderemos que no necesitamos que nos digan que hacer, y que estamos dispuestos a asumir las responsabilidades que nos caben por las decisiones equivocadas que tomamos a diario. Mientras tanto deberemos seguir conviviendo con la petulancia de los iluminados.
Alberto Medina
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