La revolución bolivariana tiene una grieta fundamental: carece de sentido heroico. Las revoluciones importantes se han vinculado a símbolos de heroísmo, a personajes o sucesos que se colocan en el plano del mito. El proceso encabezado por Hugo Chávez ha sido incapaz de acceder a ese ámbito, y la figura de su principal conductor, lejos de acercarse al nivel fulgurante que siempre ha ambicionado, se desdibuja nacional e internacionalmente. En lugar de ser visto como adalid de un porvenir ideal se ha convertido en el representante de una violencia estéril y un comunismo anacrónico.
La ausencia de contenido heroico persigue como un fantasma a la revolución chavista y a su vez genera un anhelo ferviente de conquistar tal simbolismo. De allí la ausencia de autocrítica, la radicalización y el profundo irrespeto de Chávez y sus seguidores hacia sus adversarios políticos. No pudieron triunfar con heroísmo y por ello tratan de imponerse a la fuerza.
Sorprende sin embargo la falta absoluta de respeto hacia el contrincante, pues cuando Chávez ordena demoler a la oposición en realidad se refiere a la mitad de la población del país, lo que convierte su objetivo de aplastarla en una quimera sólo conquistable mediante ríos de sangre.
El irrespeto al adversario pone de manifiesto un patente desconocimiento de la historia, de una historia que enseña la precariedad de las empresas humanas, revela los vaivenes de la vida y sugiere que la moderación en la victoria es tan importante como la dignidad en la derrota. Chávez ha empujado su compromiso a un callejón sin salida que tarde o temprano desatará la inexorable dinámica de los traspiés históricos.
Atemoriza contemplar el despiadado rumbo hacia el abismo por parte de un líder que alguna vez fue percibido por una gran masa de ilusos, y no pocos incautos entre las élites venezolanas, como una esperanza redentora que anunciaba una Patria mejor.
Los anhelos de heroísmo han chocado contra barreras infranqueables. Por un lado la pérdida de vigencia y escaso atractivo de las revoluciones en tiempos post-marxistas, ante la evidencia del desastre soviético y el fracaso castrista. Por otro lado, nuestro pueblo, tan fantasioso como práctico, se ha vinculado de modo utilitario al “proceso”, y aunque los pobres se acribillan a diario por decenas no han estado dispuestos a matar por motivos políticos ni a deslumbrarse con sueños de revoluciones sin techo y pan. En tercer lugar, la oposición se ha centrado en la senda de la lucha democrática a través de un sendero de aprendizaje, y distingue entre los métodos de acción, que son ciertos, y las variables posibles del desenlace, que son inciertas.
No hay forma de convertir en mito el golpe de Estado de febrero de 1992, que culminó en una rendición, ni a un Chávez arrodillado en medio del torbellino de los eventos de 2002, ni los crímenes de Puente Llaguno, que persiguen implacablemente al régimen. El caudillo carismático, de su parte, ha perdido el aura romántica para ser percibido en el mundo como un personaje despótico y disparatado, sin sentido de los límites, aliado con Estados y movimientos forajidos, antisemita y negador del Holocausto, entre otros elementos que destruyen cualquier aspiración al heroísmo.
Por todo ello tales anhelos son tan peligrosos. Las ansias de Hugo Chávez por lograr algo que ya resulta inalcanzable sólo presagian mayor dolor para Venezuela. ¿Se atreverán algunos de sus actuales seguidores a detener el delirio? ¿Entienden hacia dónde van? ¿Les paraliza el miedo? ¿Se ahogarán todos en la nave a la deriva?
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