miércoles, 26 de mayo de 2010

CAPITALISMO: CIUDADANÍA PRODUCTIVA. AURELIO ARREAZA

Yo no soy economista pero me imagino que a medida que la humanidad creaba los primeros objetos y con el tiempo los mejoraba y diversificaba surgió el dinero para darles un valor justo a cada uno y poder venderlos. Y cuando gracias a la creatividad, al trabajo y al comercio se produjo mas dinero (capital), aparecieron los prestamistas para prestar a quienes quisieran emprender actividades económicas.

Y me imagino que así surgió el libre mercado-capitalismo, cuyo principio básico es prestar dinero (capital) para que individuos creativos y emprendedores puedan crear empresas o actividades económicas que a su vez generan trabajo digno para muchos otros.

El libre mercado apoyado por el capital es lo que ha estimulado la creatividad, el trabajo, el bienestar y la comunicación entre los pueblos. Lo que ha producido el dinero para estimular el desarrollo de las ciencias, la educación, las artes, las ciudades, los países y la calidad de vida de la humanidad. Es decir, todo progreso social y cultural. Sin libre mercado no hay vida.

El libre mercado determina la calidad, la cantidad y los precios de los productos a vender (la oferta) según sea su aceptación por los ciudadanos (la demanda). Cuando el mercado es libre y sin controles, la producción es suficiente, los precios son estables y la inflación es mínima.

Los estados se han formado gracias al trabajo y a la riqueza que producen los pueblos, y mediante impuestos ofrecen apoyo a esa producción y a los menos capaces mediante seguros sociales y subsidios. La economía es lo mas importante porque de ella dependen las funciones del estado en beneficio de los ciudadanos y las actividades productivas.

El término capitalismo, que podemos llamar “sistema de ciudadanía productiva” no es bien comprendido y además condenado por los que no quieren aceptar la realidad. Este sistema no va a desaparecer porque de ser así toda actividad productiva y vital se paralizaría. Y está plenamente demostrado que es el que ofrece mas bienestar y el que realmente nivela y reduce la pobreza. La crisis mundial no fue a causa de los principios del capitalismo sino de actividades financieras extremas e inmorales que deben prohibirse.

Gracias al libre mercado aquí han llovido los chorros de dinero petrolero que tanto mal han hecho a nuestra cultura y moral. La pobreza se reduce promoviendo actividades económicas y trabajo digno: no regalando dinero y promoviendo servilismo indigno. Quienes fuera de la realidad van contra la creatividad y el trabajo de la naturaleza humana promueven miseria y opresión.

Señores, no tengan miedo de hablar bien del capitalismo ni a comunicar lo que realmente implica. Señores, acepten la realidad, rechacen el servilismo, respeten y comprendan al ser humano.

aurelioarreaza@gmail.com
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LA CRISIS EUROPEA, ANÍBAL ROMERO, (EL NACIONAL)

La Segunda Guerra Mundial dejó marcas imborrables en el espíritu europeo. Ni siquiera el largo período de la Guerra Fría, bajo constante amenaza soviética, logró que los europeos modificasen su decisión de vivir una utopía en su política interna y renunciar a la realpolitik o política de poder en el plano internacional. Ello es comprensible. No obstante, el problema estuvo en que Europa olvidó el sentido de lo trágico, perdió de vista que el mal existe y que la utopía tiene costos.

Esas facturas son las que hoy tocan la puerta con un estruendo que ensordece y atemoriza. Por décadas, Europa se cobijó bajo el paraguas militar estadounidense frente a los miles de tanques y aviones de combate desplegados por Moscú. Ese paraguas se extendió al plano nuclear, y la disuasión ante las aspiraciones expansionistas del comunismo soviético protegió al viejo continente del chantaje.

Con mínimos gastos de defensa y explotando su creatividad y experiencia, Europa no sólo creció sino que estableció una comunidad económica que por un tiempo fue la envidia de muchos. Sin embargo, el proyecto europeo tuvo desde el comienzo grietas profundas que ahora se abren a la vista de todos. Las élites europeas siempre han abrigado la ambición de constituir un gran Estado, no una mera unidad económica, una potencia capaz de competir con otros poderes con el llamado “poder blando”, moralizando a cada paso.

Lo que descartaron estas élites fue el fundamento democrático de su proyecto, ya que los electorados europeos jamás se pronunciaron sobre semejante supra- Estado, aparte de que tales electorados sólo son consultados cuando las élites piensan que responderán “correctamente”, pues de lo contrario sus veredictos son ignorados. El déficit democrático de Europa es real y asfixiante.

Por otro lado, como mostraron Bosnia, Kosovo y Georgia, las amenazas internacionales no han desaparecido, el oso ruso sigue hambriento e Irán y el radicalismo islámico no son cosa de juego. Europa rechaza la realpolitik pero se asusta cuando los viejos fantasmas retornan a hacer de las suyas.

La utopía interna se construyó con base a la demagogia y el endeudamiento. Lo que hoy contemplamos es el naufragio del Estado de bienestar socialdemócrata, que cercena la libertad, ahuyenta los talentos y sacrifica la innovación en aras de una igualdad impuesta desde arriba, igualdad que finalmente empobrece a todos. Esa utopía pagada con deudas ha hecho de Europa un continente esclerótico, sin flexibilidad para ajustarse a los cambios globales, y donde los jóvenes en lugar de soñar se dedican a esperar una pensión para irse por más tiempo a la playa.

La Europa que pretendió vivir del “poder blando” ha devenido un continente de apaciguadores: frente a Irán, el fundamentalismo islámico, Saddam Hussein, Israel y Estados Unidos, Europa adopta una actitud de equilibrio que en verdad oculta un condenable relativismo, incapaz de tomar posiciones claras y propenso a hacer el juego a los enemigos de la libertad en el mundo.

La crisis europea tiene un importante trasfondo espiritual. Algunos la miden de acuerdo a los vaivenes en el precio del Euro, un signo monetario agonizante, pero la misma debe ser evaluada en otros términos, que tienen que ver con la impostura utópica y mediocre del Estado de bienestar y con una política internacional ingenua, que concibe la diplomacia como un fin en sí mismo y pierde de vista que la misma no opera en un vacío sino en un marco de poder “duro”. Los europeos olvidaron que lo trágico y el mal existen, y están redescubriéndolos con miedo.

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