domingo, 17 de octubre de 2010

EL CULTO. AMERICO MARTIN. EL NUEVO HERALD

El comunismo es una utopía racionalista del siglo XIX. Marx quiso darle una base científica para diferenciarse de Fourier, Saint Simon, Owen y el ``ícaro'' Cabet, de quienes aquel cáustico alemán se mofaba. Pero a la final el burlado fue él porque el pretendido atractivo científico del marxismo terminó siendo desnudado cual otra utopía inalcanzable en ningún país y en ninguna época. La ironía quiere que Marx terminara en el mismo saco de sus despreciados socialistas utópicos. Desde 1848 hasta el sol de hoy el comunismo ha sido un ideal imposible de rapsodas revolucionarios, o la tapadera de ruinosas experiencias que ahogaron la democracia en un océano de sangre.

En el único lugar donde se incluyó el comunismo en un programa concreto fue en el XXII Congreso del partido soviético

en 1963, bajo el liderazgo socarrón de Nikita Jruschov. Había sorprendido (ya no escandalizado) a los líderes capitalistas con la boutade de que sus nietos serían comunistas. Derrocado por su propio partido, Jruschov se hundió con sus fábulas y el programa del partido fue drásticamente depurado de quimeras como aquella.

Devuelta la palabra a su mausoleo, el totalitarismo ya no invocó para legitimarse un concepto tan desaguado como aquel. Ha optado por autodefinirse socialista del siglo XXI. Los que no han dejado desaparecer el vocablo comunista son sus adversarios, pero esta vez apoyándose en el monstruoso socialismo real, de tan despreciable memoria. Desde Stalin a Mao y Fidel el flamante socialismo revolucionario no vino a ser sino la nueva vestidura del totalitarismo.

Quisiera recordar --porque se relaciona con lo que diré al final-- el desmontaje de la memoria de Stalin, emprendido por el locuaz ucraniano en el XX Congreso de su partido, en 1956. Fue un logro meritorio, sin ahondar en el cuestionamiento del sistema como tal. No habría durado lo que un merengue en la puerta de una escuela, si lo hubiera hecho. Lo que la nomenklatura soviética aceptó --y con ella el dócil movimiento comunista mundial-- fue culpar a Stalin como único responsable de aquel sistema hondamente antihumano. Desde entonces, los comunistas afirmaron que el culto a la personalidad negaba la esencia del socialismo. Un solo personaje no debía empuñar la totalidad del poder ni convertirse en árbitro de vidas y haciendas.

Hasta que llegó el comandante y mandó a parar, resurgiendo la autocracia y el morboso culto a la deidad infalible. Mao y Kim Il Sung nunca dejaron de cultivarlo, pero es porque rechazaron el antiestalinismo del XX Congreso. De suerte que el aberrante culto a la personalidad encarnó en Fidel, cuyos únicos errores fueron los que él mismo alguna vez reconoció. Fidel tuvo hijos devotos, y el más publicitado ha sido Hugo Chávez.

¿Por qué gastar más palabras en el pueril culto renacido en Venezuela y ejercido incluso por gente inteligente como el embajador Roy Chaderton?

Porque en Rosario, Argentina, se exhibe una estatua ecuestre de Chávez, que en vida no tiene Fidel ni tuvo Mao. Todo culto a la personalidad es cómico y trágico a un tiempo. Chávez luce uniformado a la manera de los ejércitos actuales, pero en lugar de un tanque, tripula un caballo. No sé si con caballos podría humillar a los ejércitos imperiales, pero pudiera ser que todo aquello no fuera sino una alegoría, máxime si observamos que el escultor español, por causa para mí ininteligible, le añadió en la grupa un maletín que los guasones de Venezuela y Argentina han identificado con la valija de Antonini. Que no se le ocurra al caudillo patrio ordenarle al escultor que haga desaparecer el maletín porque los indicados guasones podrán decir: bueno, el maletín fue entregado ya a su destinataria.

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amermar@gmail.com

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