Hasta el 25 de septiembre, víspera de las elecciones legislativas, Chávez estuvo haciendo campaña y usando los recursos del Estado para difundir sus insultos y amenazas. En Barquisimeto, horas antes del evento electoral, que era observado con especial atención por el hemisferio, vociferó: "Los escuálidos pudieran rendirse, están rodeados. Le vamos a dar una paliza a los escuálidos. Todos a votar por la alianza socialista". En su Twitter escribió: "Ahora entramos en la tercera fase: acelerar el arrollamiento y la demolición". En el Táchira conminó a alguna jauría a "demoler a la burguesía apátrida". En Valencia: "Estoy calentando los motores porque en diciembre de 2012 los vamos a volver picadillo". En la plaza O’Leary, Caracas: "Hay que volver polvo a los escuálidos el domingo". Un mes antes había denominado la campaña oficialista Operación Demolición. "Así se llamará", ladró en Barinas. "Me los demuelen. Esa es la orden".
Ya el mundo sabe lo que ocurrió. Ese mensaje, pese a circular con las inmensas ventajas que ofrece el peculado que el autócrata ejerció entonces y ejerce siempre en todas sus formas e inmensas cuantías-, no recibió el favor de las mayorías. El país va comprendiendo que lo único que Chávez ofrece y está en capacidad de movilizar es la destrucción: de la infraestructura, la producción, las fuentes de trabajo, la seguridad ciudadana, el valor de la moneda, los servicios públicos, el patrimonio cultural...
Los sectores productivos han sufrido, claro está. Pero no serán liquidados por estos pigmeos armados de mazos paleolíticos. Los empresarios, industriales y productores podrán recomenzar en otras partes (a la vista está). Llevan consigo lo más importante: saben trabajar y están habituados a construir. La demolición de la que Chávez es emisario y vector se ha cebado contra los más pobres, contra la clase media y contra los empleados de esos "oligarcas" que lo obsesionan.
Pero hay un sector todavía más castigado. Hay una casta de degenerados cuyas bases morales ha sido pulverizada en sus cimientos por la diligencia envilecedora y corruptora de Chávez, que es el único rasgo en el que descuella, la única faceta en la que su ilimitada mediocridad parpadea. Es un titán, sí, pero de la degradación propia y ajena.
Ahí está para probarlo Walid Makled, un presidiario en espera de ser extraditado a Estados Unidos, señalado de enviar 10 toneladas mensuales de cocaína a ese país. Un hombre con semejante prontuario se planta ante el país y da unas declaraciones que constituyen un evidente intento de negociación, cuando no de chantaje, con quienes detentan el poder en Venezuela, muchos de los cuales, según se jacta, están en sus nóminas. ¿Y alguien lo duda? ¿Alguien ha musitado una defensa a los pringados por Makled? Nadie.
Qué más picadillo puede hacerse de una sociedad donde un reo de narcotráfico da manotazos en la cara de jueces, diputados, ministros, generales, gobernadores, gerentes de Pdvsa y hasta del presidente mismo, al que acusa de encabezar un gobierno capo de la droga. Tras las rejas, Makled se carea con todos estos funcionarios de tú a tú. Peor aún, los trata como a subalternos a quienes se ha cansado de arrojar billetes al piso. Así los habrá visto, de hinojos frente a él, lamiendo las botas sobre las cuales llueven los dólares.
Qué más derribo puede infligir Chávez. No contento con explicar cómo logró la concesión de Puerto Cabello sobornando a Acosta Carlez y matando el hambre a rufianes a quienes la república ha vestido con un uniforme, todavía retó: "¿Por qué no dicen que Walid Makled tenía concesión de fertilizantes, que se la otorgó el hermano del vicepresidente del PSUV, Saúl Ameliach?". La respuesta a esa oprobiosa interrogante fue designar al aludido hermano, Francisco Ameliach, ministro del Despacho de la Presidencia. ¿Cabe concebir mayor arrasamiento? Hay uno menor. Ínfimo. Un arrastramiento, mejor dicho. El que perpetró un pobre diablo, en mala hora elegido diputado, quien se permitió decir en público que si "hacer lo que diga el comandante, cuando él lo diga, es ser una foca", entonces él es una foca. He ahí una muestra deleznable pero elocuente de esa desintegración que Chávez prodiga: cuando un hombre pierde hasta tal punto el pudor y muchos lo han hecho- ya nada detiene sus desvaríos. Quien se humilla llamándose foca, traicionará al amo con razones igual de fútiles. Total, ya el alma la había echado a las voraces fauces de la máquina trituradora.
msocorro@el-nacional.com
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