En Santa Clara, en la ceremonia del pasado 26 de julio, se escucharon los himnos de Cuba y Venezuela. Todo un símbolo. Otra vez Cubazuela o Venecuba. Chávez y Fidel, con la aceptación a regañadientes de un Raúl que carece de poder para oponerse, aunque está convencido de que Chávez es un cretino medio loquito, y no se explica cómo su hermano lo ama, han retomado la idea de unir a los dos países en una suerte de federación. La hipótesis de ambos, de Hugo y de Fidel, es que las dos revoluciones se necesitan mutuamente para sobrevivir.
Para Chávez, Cuba es una fuente inagotable de inteligencia policiaca, control político y modelo administrativo. Ni siquiera tiene que esforzarse en elaborar un discurso retórico porque ya se lo fabricaron en La Habana hace muchos años sobre un viejo guión marxista-leninista: la agresiva rapiña del imperio yanqui, el horror codicioso de los capitalistas, la miserable indiferencia ante la pobreza que muestra el mercado, la lucha de los oprimidos del mundo contra las oligarquías y el resto de las idioteces ideológicas típicas de la tribu.
A estas alturas, Chávez sabe de sobra que Cuba es un desastre económico y social absoluto del que escapa todo aquel que puede, pero este “pequeño” detalle pesa mucho menos que la inmensa capacidad de supervivencia que le aporta ese régimen. Lo que a Chávez le interesa es eternizarse en el poder y esa fórmula no hay duda de que la poseen los Castro. El hecho de la progresiva pauperización de su país para él carece de importancia si consigue envejecer en la poltrona presidencial. A fin de cuentas, Fidel también ha construido una estrategia infalible para enfrentarse a la catástrofe material: negarla, por una punta, mientras por la otra se alaba la frugalidad y se condena el consumismo. Basta con cerrar los ojos e instalarse cómodamente en un discurso benevolente sobre los niños que se educan y los enfermos que se curan, fustigando simultáneamente la codicia de los países que consumen los escasos recursos del planeta. De pronto, ser y vivir como un pordiosero se convierte en una virtud ejemplar.
Para Fidel, Hugo Chávez y Venezuela son la garantía de que la revolución cubana perdurará tras su muerte. Fidel no confía en las condiciones de Raúl. Sabe que es leal y competente, pero incapaz de soñar en grande. Raúl no es un visionario. No tiene visiones grandiosas ni oye las voces de la historia. Le falta ese glorioso toque megalomaniaco, con acentos paranoicos, que caracteriza a los grandes revolucionarios. Raúl no quiere cambiar el mundo, sino a las vacas. Pretende cosas tan pedestres como que los niños puedan tener acceso a un vaso de leche después de los siete años. Puras ordinarieces.
También, naturalmente, está el argumento de los petrodólares. Venezuela, como antes la URSS, sirve para costear la ineficiencia del sistema. El régimen hoy puede seguir siendo minuciosamente improductivo porque esa incapacidad la subsidian los venezolanos de varias maneras: enviando petróleo que no se cobra nunca, pagando cantidades astronómicas por unos servicios que no se prestan, o que se prestan mal, menos los policiacos, y utilizando a Cuba para triangular las compras. Venezuela, por ejemplo, necesita una perforadora para extraer petróleo o un millón de kilos de leche, y les hace el pedido a unas compañías fantasmas cubanas a un precio descomunal. Estas empresas, a su vez, adquieren los productos en el mercado internacional a costos razonables y dejan las inmensas ganancias en la Isla. En casi todos los países de mundo eso se llama estafa. Para Chávez y para Fidel son sólo muestras de solidaridad internacionalista pagadas por los sufridos venezolanos.
Lo interesante de esta fusión progresiva entre los dos países es que ambos también duplican las zonas de riesgo. Los cubanos saben que el agotado régimen de los Castro pende y depende de un tenue hilo biológico del que cuelgan dos ancianos valetudinarios, mientras los venezolanos no ignoran que Chávez sólo tiene el apoyo firme de un 30% de la población y el creciente rechazo del resto del país, relación de fuerzas que puede desembocar en su salida del poder. Cualquiera de los dos gobiernos que entre en crisis arrastrará al otro hacia su destrucción. Seguro.
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