Doce años atrás, poco más o menos, el general Charles Wilhelm, a la sazón jefe del Comando Sur de los Estado Unidos, pronosticaba que Colombia, en caso de continuar por el camino que venía recorriendo, se transformaría, necesariamente, en un narco-Estado. Algo semejante, y no sin razones que respaldarán tamaño pronóstico, dirían por la misma época el general Mac Caffrey, par de Whilhelm y otros tantos analistas de política internacional preocupados, todos ellos, por el proceso de involución hacia una suerte de neofeudalismo mafioso que aquejaba a ese país.
Sin embargo, nada de ello ocurrió, lo que confirma que el de Colombia es un caso atípico en el mapa de lo que denominamos-aun cuando no exista fuera de la geografía- América latina. Es que si uno se toma el trabajo de pasar revista al lado, si se quiere, oscuro de la cuestión, pronto caerá en la cuenta de que con un poder fragmentado, que el Estado-gobierno no reivindica en su totalidad y debe compartir, a pesar suyo, con las brutales baronías del narcotráfico y el narcoterrorismo, una guerra interna que lleva medio siglo sin solución. Colombia debería haberse convertido en un país fallido o inviable. Claro que la contracara de la realidad predicha es la estabilidad de su sistema político y el crecimiento económico sostenido en el tiempo, que aquellos no han podido erosionar.
Repárese en el hecho de que un tinglado institucional capaz de resistir indemne el desafuero y juzgamiento de legisladores de las dos cámaras y de un ex presidente, por sus vínculos presuntos, en ciertos casos, y reales en otros, con el narcotráfico, revela una solidez rara vez vista en nuestras latitudes sudamericanas. Colombia sobrelleva desde antiguo un conflicto de baja intensidad y larga duración que, con el ingreso en escena de los carteles de la droga, cambió de naturaleza y se transformó en una disputa en la cual las razones ideológicas que se esgrimen resultan meros tópicos, incapaces, a estas alturas, de disfrazar su verdadera dimensión: la de una narcoguerra. Mientras el choque de voluntades se dio entre el Estado colombiano, de un lado y las FARC y el ELN, del otro, la lucha tuvo como marco de referencia los presupuestos de la Guerra Fría. Entonces en los campamentos de las FARC y el ELN creían en la dictadura del proletariado, la socialización de los medios de producción y el triunfo inevitable del marxismo. Pero cuando la irrupción de la economía de la droga se le sumó el fin del así llamado socialismo real, la guerra adquirió características desconocidas.
Por eso el conflicto no tiene solución definitiva a la vista, salvo que uno de los contendientes desaparezca. La guerra seguirá su curso, porque no hay forma de llegar a un acuerdo provisional y luego transformarlo en definitivo ¿Qué podría negociar la narco guerrilla? Si depusiesen su actitud, entregasen las armas a cambio de una amnistía y se sumasen, sin trampas, al juego democrático-condiciones que el gobierno de Santos les exigiría, con razón- dejarían de percibir los ingresos que les reportan los secuestros y las drogas. ¿Alguien seriamente cree que estarían dispuestos a semejante renunciamiento?
sxmed@hotmail.com
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