Para sacar del primer plano el sainete de Zelaya y el tema de la injerencia del gobierno venezolano en la crisis hondureña, el Presidente de la República buscó el conflicto por la cooperación militar entre Colombia y Estados Unidos para el combate del narcotráfico.
En el caso de la nación centroamericana, nuestro gobierno ha hecho lo posible por quedar mal. No sólo porque el rol de abanderado de la Doctrina Betancourt no le luce, sino porque a diferencia de los países serios e incluso de la OEA, aparece echándole leña al fuego, atizando el conflicto y de paso convirtiéndose en el mejor argumento para quienes tomaron el poder en Honduras y han sobrevivido en él hasta ahora, no obstante la condena de la comunidad internacional.
Pero la contención escogida para armar un alboroto es de doble filo. Si con Washington nos llevamos bien y acaban de normalizarse las relaciones entre los dos gobiernos, y con Colombia todo marchaba sobre ruedas desde que Uribe y Chávez se abrazaron, ¿Por qué deberíamos sentirnos amenazados por la cooperación militar entre esos dos países? Máxime si se trata de
combatir el narcotráfico que es, si no atenemos a las declaraciones de los jerarcas del régimen de aquí, un enemigo común. Si la presencia militar de una potencia por estos lados nos parece inconveniente, que puede ser, ¿Por qué anteayer le estábamos ofreciendo a los rusos nuestro territorio para bases militares?
Luego el gobierno de Bogotá dice que ha capturado armas suecas en manos de la guerrilla. En seguida, el Presidente en persona sube los decibeles, denuncia una agresión y ordena la revisión integral y, de inmediato, el congelamiento de las relaciones con Colombia. La cancillería colombiana alega que hace tiempo, en la reunión de San Pedro Sula, se lo había informado discretamente al mismo canciller venezolano que ha descalificado el asunto como “maniobra mediática”.
En cada caso nos las hemos arreglado para quedar mal. Nuestro gobierno termina con una cara de culpable que no puede con ella y, claro, inevitablemente el país se afecta.
En pleno apogeo de la situación hondureña, ha pasado por debajo de la mesa una declaración grave originada en el gobierno israelita en la cual, también, nuestro gobierno aparece con vínculos indeseables. Pero me temo que tarde o temprano reaparecerá. Lo mismo que el sórdido tema del tráfico de estupefacientes, inseparablemente unido a la guerrilla colombiana y con el cual cada vez con más frecuencia aparece vinculado el nombre de nuestro país.
EL ENEMIGO TÁCTICO
Por temperamento y porque es su única manera de ejercer el poder, el Presidente de la República necesita un enemigo que le sirva para pelear, para excusarse de lo que no hace o hace mal, y para distraernos. Ese enemigo es el imperio, casa matriz de la oligarquía y el capitalismo. No importa quién lo gobierne. Con el actual Presidente norteamericano, popular internacionalmente y liberal el libreto se le hace más difícil, pero buscará y encontrará el modo, porque le es indispensable. Eso sí, nunca dejará de venderle petróleo.
La garra más cercana del monstruo imperial vendría siendo Colombia y su oligarquía. Así era con Pastrana y es con Uribe. Y todo el que aquí discrepe, critique, se oponga o plantee una alternativa es un títere servil del imperio y, por lo tanto, un traidor a la patria.
Ese es el argumento. A partir de allí se construyen tramas, se escriben episodios, se improvisan escenas, como en una telenovela.
Uribe, por su parte, cuya sagacidad es real y cuya inteligencia es mucha, convierte a su vecino en una excelente palanca para ganar apoyos y, qué pena, tener que hacer lo que no quisiera. Lo provoca y el de aquí cae, le pone peines y el de aquí los pisa. Por lo pronto, ha logrado amarrar la alianza con EEUU, antes con Bush y ahora con Obama, y encontrar en las amenazas del de Miraflores el mejor argumento para seguir en la Presidencia.
EL PRECIO DEL SHOW
Todo esto sería pintoresco si no hiciera daño. El permanente show del Presidente lo pagamos en discordia y división entre nosotros, y en mala imagen para Venezuela en el exterior. Eso redunda en inversiones perdidas, oportunidades que se van, empleos que no se crean o desaparecen, calidad de vida que se deteriora.
Las relaciones entre Venezuela y Colombia son intensas y complejas. Cosas de la vecindad y la estrecha interrelación entre dos pueblos que conviven, en medio de sus semejanzas y sus diferencias, separados-unidos por una frontera anchísima y viva. De esos vínculos dependen miles de puestos de trabajo aquí y allá. Sin contar la multitud de familias que son binacionales. Esa realidad no admite caprichos y es afectada tanto por los ataques de amor como por los de encono, así que los vaivenes le hacen daño. Daño real, objetivo a personas de carne y hueso cuyas vidas el Presidente, embriagado de poder y preso de sus fantasías revolucionarias, desprecia olímpicamente.
Además, eso no es gobernar. Por esa distracción de tiempo y recursos en delirios de grandeza y otros dislates, la pobreza aumenta, los servicios empeoran, la delincuencia crece, la inflación sube, la producción cae y el país entero retrocede, se atrasa con relación al mundo y ofrece menos posibilidades de progresar a los venezolanos.
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