miércoles, 2 de junio de 2010

LOS MAGISTRADOS Y LA MORAL, SIXTO MEDINA

En el anterior artículo publicado en este diario, hacíamos hincapié en que ante los desvíos de poder, ante las recomendaciones o insinuaciones más audaces; ante las admoniciones más irrespetuosas, ante las amenazas de juicio político, ante estas y otras arremetidas del poder político, los jueces deben elevar la majestad de su independencia y la incoercibilidad de su espíritu.

Debe notarse, ciertamente, que la escalada de quien se propone conquistar terruños ajenos no se produce de un día para otro. Hoy una condescendencia; mañana, una tolerancia; después es un favor y tras éste, aparece, como en Château Thierry, el magistrado Magnaud, llamado el “buen Juez”, porque le hacía decir a la ley lo que lucía acorde con la urgencia del momento fugaz, para beneplácito de quien dispensa los premios o los castigos. Si el magistrado no es esclavo de la ley, no es “buen juez”, es “mal juez”, y como mal juez cosechará hoy el entusiasta aplauso del gobernante de turno, pero tendrá que enfrentar el juicio severo de la posteridad.

Los magistrados deben saber que la influencia moral irradiada por sus decisiones es tanta, que puede afirmarse que un pueblo se acostumbra a respetar la ley, o a burlarse de ella, según la conciencia en él plasmada por la actuación de aquellos.

Los magistrados en los cuales se descubre el temple de conciencia, la amplitud de espíritu y la energía de carácter que forman a los grandes jueces no deben ser expulsados de los tribunales por sola voluntad de quien no comulga con el contenido de sus sentencias, o porque no se rinden a designios externos. Cuando los magistrados flaquean y se someten, no hacen más que degradarse, por lo que se desnaturaliza su altísimo mandato.

Los abogados, por su parte, no pueden-no podemos- permanecer ajenos a esta situación. Deben oponerse tenazmente a que se facilite el servilismo de los magistrados. Es por ello por lo que uno de los deberes más importantes en el ejercicio de la abogacía es el de vigilar el rechazo por parte del órgano jurisdiccional de cualquier presión que puede afectar su independencia e imparcialidad. Después de todo es la ciudadanía la que sufre, directa y primariamente, las funestas consecuencias del entorpecimiento judicial. En suma, quienes les otorgan a los magistrados su investidura pueden-pero no deben- quitarles la independencia; de la libertad se despojan ellos mismos si no saben sacrificarse por ella.

El primer gran ámbito en que se consagra la independencia judicial es servir a la justicia sin subordinarla al gobernante ni a ningún otro interés espurio. El reiterado reclamo a favor de un cambio político y cultural que restablezca la independencia del Poder Judicial fuertemente mellada en los últimos años no va dirigido únicamente a quienes desempeñan hoy funciones en los poderes del Estado, sino que implica un llamado a la responsabilidad de todos los sectores de la sociedad.
sxmed@hotmail.com
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