sábado, 8 de mayo de 2010

EL TEMA DE LA INSEGURIDAD NOS ENFRENTA A UNA DISCUSIÓN CIRCULAR DE LA QUE RESULTA DIFÍCIL SALIR. EL PRIMER PASO. ALBERTO MEDINA MÉNDEZ CASO ARGENTINA

Nos sentimos inseguros a diario. Ya no es solo una sensación, y mas allá de los excesos mediáticos, sigue siendo la asignatura pendiente más significativa que persiste en la agenda política de todos los niveles de gobierno. Para la inmensa mayoría de la sociedad es un tema de plena responsabilidad estatal, por expresa delegación ciudadana.

Sin embargo, cada vez que el asunto ocupa el centro del debate, se recorren invariablemente simplificaciones que no nos conducen a la solución y nos dejan siempre a mitad de camino. Es que la cuestión de la inseguridad tiene demasiadas aristas. Algunos osados que intentan arriesgar diagnósticos lineales para aproximar conclusiones, olvidan la multicausalidad que explica buena parte de la situación actual.

El debate entre los partidarios de la “mano dura” y los “garantistas” es, como mínimo, incompleto. Excesivamente concentrado en las consecuencias y dejando de lado las verdaderas causas originarias, mal puede resolver con eficiencia el núcleo del dilema.

Lamentablemente, el país no encuentra rumbos en esta materia y pese a la importancia que revelan las encuestas, se sigue deambulando en la persistente estrategia de desprenderse de incumbencias propias para endilgárselas al que esté mas a mano. La búsqueda de un único responsable, evita ver la película completa, perdiendo lo contextual en cada afirmación liviana que se esboza.

El problema de la inseguridad es de vieja data y tiene una progresiva historia que se ha ido construyendo por décadas. No es un fenómeno repentino. Se han generado evolutivamente condiciones favorables para su desarrollo, con responsabilidades compartidas por la sociedad y el poder en todos sus estamentos. Nadie puede hacerse el distraído. En este reino del “vale todo”, del desprecio a la vida, a la palabra y a la propiedad, no puede extrañarnos el actual estado de cosas.

Sin embargo, y pese al creciente reclamo de una sociedad hastiada de los abusos, superada por la bronca e impotencia, en la que abundan los repudiables intentos de justicia por “mano propia”, la política no parece tener ninguna respuesta.

Ni la sociedad, ni la dirigencia, parecen encontrar la ruta que nos conduzca por el sendero pretendido. Dejando de lado las paranoicas teorías conspirativas en las que los poderosos hacen negocio con la inseguridad, habrá que decir que tal vez, simplemente, la mayoría de nosotros, incluidos los políticos, no sabemos por dónde empezar.

El problema es mayúsculo y la pluralidad de causas que lo originan ha instalado cierta sensación de agotamiento en una clase política que solo se anima a declamar un diagnostico aproximado, y proponer tímidamente alguna acción aislada, que de modo alguno resuelve, ni minimiza siquiera, la situación.

Los mas improvisados prefieren el discurso demagógico de recitar slogans que sugieren emprender el camino de la “mano dura” de la ley, el brazo fuerte, decidido y ejecutor de un Estado inflexible. En la vereda aparentemente opuesta está el otro discurso laxo, el del los garantistas que por diferentes motivos, creen relevante privilegiar la plena vigencia de los derechos de algunos.

Ni unos, ni otros, pueden enfocarse apropiadamente en la tarea de resolver la problemática, en la medida que no se aborden cuestiones previas, que precisan de cierta cooperación mutua, impropia de nuestra tradicional conducción política.

El discurso imperante nos lleva por un círculo vicioso. Los que piden severidad descubren una normativa débil, excesivamente permisiva, y entonces bregan por reglas más contundentes y menos zigzagueantes. Los legisladores, dicen que las normas abundan y que solo resta cumplirlas. Las fuerzas de seguridad, insisten en la ausencia de adecuadas retribuciones, escasa preparación profesional y recursos insuficientes para darle cumplimiento a tantas disposiciones.

El sistema penitenciario está en crisis, frágilmente remunerado, deficientemente entrenado y sin infraestructura para albergar a más detenidos. Involuntariamente, parece haberse convertido en un centro de especialización, que no solo no rehabilita, ni reinserta a los que cumplen condenas, sino que los perfecciona en las artes del delito.

La justicia como poder del Estado ha colapsado y se ha tornado lenta, ineficiente e incapaz de contener tanta demanda real. Superadas sus estructuras, muchas de ellas antiguas e inadecuadas, batalla permanentemente por más recursos para administrar justicia y compensar de mejor modo a su personal. Es que ya no se trata solo de los jueces, sino de la imprescindible dotación de expertos que el perfeccionado mundo del crimen precisa para ser contrarrestado con éxito.

Los jueces afirman que solo pueden aplicar las leyes que existen, y que si estas son relajadas, pues poco pueden hacer por endurecerlas. El poder político, se debate entre los riesgos de caer en los excesos de la fuerza y la distendida actitud de pasar por alto cualquier ilícito. En ese juego perdemos todos, por no abordar el tema de fondo. Este perverso laberinto termina socavando los principios morales de una sociedad que cree recibir como mensaje, que da lo mismo cualquier cosa, que la propiedad y la vida no tienen valor alguno para esta comunidad.

Este deplorable enredo en el que estamos metidos, precisa ser encarado con inteligencia, sin mezquindades y con una profunda visión republicana. Independientemente de la estructura de la división de poderes y de las responsabilidades claras que cada esfera tiene en este esquema, la sociedad merece la posibilidad de sentarse a la misma mesa, para discutir sin ambigüedades la razón principal de sus desvelos.

Despojados de prejuicios, con la precisión que implica saber que “no hacer nada” no está en el menú de opciones, frente a la ola, aparentemente irreversible, de hechos de distinta gravedad que nos acosan a diario, necesitamos enviar una señal concluyente como sociedad civilizada a los que prefieren el caos como medio de vida.

Para ello, ALGUIEN debe dar el primer paso. Un acto de heroísmo, ese que implica asumir con humildad la imposibilidad de resolver las cosas por si solos. La sociedad merece la oportunidad de sentarse a discutir el problema y llegar a lo más profundo de la cuestión asumiendo que no se trata de encarar medidas aisladas, sino de una batería de estrategias conjuntas que deben ser enfocadas con creatividad para resolver los múltiples problemas uno a uno.

Una mesa en la que participen los legisladores y sus equipos técnicos, los miembros de todas las fuerzas de seguridad, con los especialistas y los que tienen las voces de mando, con jueces, fiscales y personal de apoyo del sistema judicial, con quienes son parte del sistema penitenciario en todas sus líneas, con educadores y representantes de la educación, con quienes se encargan de proveer salud y conocen otras aristas de la compleja problemática. No deberán faltar a la cita los gobernantes, los que detentan el poder formal y tienen capacidad de decisión para volcar la balanza. Nación, provincia, municipios, no hay excepción a la regla, Completan el escenario las fuerzas vivas de la sociedad, esa que demanda, que con independencia de criterio puede establecer su propia visión del problema evitando los reduccionismos que la lucha presupuestaria siempre parece proponer en los estamentos públicos.

No será una tarea fácil, ni breve, ni sin escollos. Pero alguna vez debemos empezarla. Solo hace falta una cuota de determinación política, de patriotismo, de conciencia ciudadana, y fundamentalmente de sentido común y amor a la vida. ALGUIEN, cualquiera, debe actuar de anfitrión y tener el coraje cívico de convocar a esta mesa amplia, diversa, generosa y plural. Allí, todos dirán lo que deban decir y, tal vez así, encontremos los puntos en común que nos lleven a una solución integral, posible, sustentable en el mediano plazo, con compromisos firmes para abandonar definitivamente la reiterada receta de los paliativos insuficientes para enfrentar a la avalancha delictual y violenta de estos tiempos. Hace falta dar el primer paso.

Alberto Medina Méndez
amedinamendez@gmail.com
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