En los procesos revolucionarios del siglo XVIII se comienza el proceso de conversión política de los derechos naturales. El siglo XIX se mueve sobre la idea del progreso. A pesar de las guerras del siglo XX se establece firmemente la forma política que algunos han denominado la “era de las Constituciones” y el traslado de la soberanía de la nación al pueblo. El programa demoliberal, luego de no pocas luchas, concede el sufragio y las mujeres libran una de sus batallas más vistosas, el voto también para ellas. La reacción fascista se extiende sobre Europa, pero el resultado de la II Gran Guerra hace renacer la condena a los poderes absolutos aún en medio de la Guerra Fría y entramos de lleno en el ciclo del liberalismo democrático, las democracias pluralistas y un ritmo keynesiano de la economía. Los partidos políticos viven su época de esplendor. El mercado reina encontrando su máxima expresión en la era Reagan-Thatcher.
A finales del siglo XX asoma la crisis plenamente. La democracia comienza a dejar al descubierto sus profundos vicios y la desconexión del ciudadano del sistema resalta sus falencias. La representación y la delegación del poder se resquebrajan. La democracia representativa comienza a diluirse como el sistema económico donde funcionaba. Es lo que bien se denomina una crisis de legitimidad. Los partidos políticos se convierten en “partidocracias”, en cotos cerrados que ya no cumplen su función de servir de vehículo a las aspiraciones de la gente común y su papel de intermediación entre el poder y la gente se oscurece por sus mafiosos comportamientos. De allí al brote del populismo habría poco espacio. La nueva expresión telegénica saltaría a la palestra con la oferta de soluciones “revolucionarias” milagrosas. Mientras tanto, otros comenzábamos a pensar en un movimiento alternativo.
Frente a las neodictaduras emergentes salen a las calles las manifestaciones de protesta que a nada conducen, que son incapaces de derribar gobiernos a no ser por alguna excepción. Las manifestaciones venezolanas están llenas de mitos y memorias de lo pasado, se recurre a la huelga general o al referéndum revocatorio, pero hay un desfase, un déficit y una contradicción que las anula. Es la vieja estructura que reacciona sobre la manifestación fascista y desde este ángulo de enfrentamiento la historia nos muestra que los viejos sistemas no son restituibles. El caso de las llamadas “marchas” en Venezuela es patético. La multitud sale a la calle lo que equivale a un desempoderamiento en lugar de una posibilidad de vencer la frustración. La razón está en los que podemos llamar “vehículos convencionales”, léase partidos, y sin que un movimiento estudiantil inmaduro y sin objetivos fijos, a no ser la protesta misma, sea capaz de lograr la conexión. La masa sale a la calle y luego se mira a la cara sin haber alcanzado ningún objetivo simplemente porque no estaba planteado ninguno, a no ser el drenaje de las emociones a la espera del acto electoral. De esta manera la “marcha” no deja legado. Más bien pasan a convertirse en ejemplo de la impotencia. Y en reconocimiento de las instituciones secuestradas de la dictadura, al concluir ellas en entrega de documentos redactados en un lenguaje que podríamos denominar como sacado del más puro legalismo.
Así, el viejo problema que Touraine y Baudrillard ya habían entrevisto, el de la crisis de la representatividad, revienta en Venezuela con toda su fuerza. Los partidos, destruidos por sus prácticas aberrantes y por su incapacidad, dan poder a otras instituciones igualmente derruidas y todos y todas marchan junto al enfrentamiento contra el régimen sin ninguna posibilidad de vencerlo. Con su derrota llega a la plenitud la crisis: ya no representan a nadie, son objeto de burlas, pero siguen ejerciendo un poder limitado que el Estado fascista emergente les permite para legitimar su ejercicio.
Paralelamente el problema inicialmente teórico de la representatividad brota en la realidad cuando los viejos actores quieren seguir ejerciendo el poder sobre los ciudadanos debido a su monopolio tácito de presentación de candidatos al viejo parlamentarismo. El problema deja de ser, inclusive, el de una simple oportunidad para enfrentar al régimen sino que es la manifestación patética del ejercicio de algo que no existe. No existe ni parlamento ni existe la posibilidad de conferir representación.
Vemos algunos jóvenes entusiastas e inmaduros lanzando sus candidaturas a diputados sin darse cuenta que el viejo sistema les impondrá su tradicional oligarquización por la necesidad de autorreproducirse para mantener sus privilegios de casta. Por el otro lado el poder fascista restringe, a lo que considera límites adecuados, la supervivencia de los viejos actores modificando aquí y allá y estableciendo condiciones suficientes para animarles a perseverar en su existencia, pero sin aflojarles jamás la posibilidad de volver a convertirse en mayoría.
Llegamos, así, ante una dictadura de nuevo cuño que para el mantenimiento de las apariencias democráticas cede una lonja de poder a los desplazados mientras los ciudadanos no encuentran que hacer, no se sienten representados, la calle no les concede nada sino el ejercicio de utilería a ambos bandos. Brota lo que los impertinentes han llamado Ni-Ni y lo que otros impertinentes en mayor grado convierten en objetivo de sus llamados para que voten o para que ayuden a derrotar al régimen. La crisis de la legitimidad puede declararse absolutamente en explosión. La representatividad concebida en los viejos sistemas liberales salta por los aires. La democracia representativa queda hecha jirones sobre el pavimento.
La desvalorización de la representación y de la legitimidad
La representación puede ser tomada de entrada como la imposibilidad del ejercicio de una democracia directa. En sus orígenes se planteaba como la vía para que los gobernantes ejercieran el poder con la aceptación libérrima de sus gobernados. Esas élites gobernantes o representativas fueron degenerando en castas opuestas al espíritu original. Podríamos aceptar que tal evolución era concerniente a un sistema que en sí portaba el germen de reducción de la democracia. No obstante, se consideró la mejor manera de administrar las complejas sociedades de la era industrial. Estos mensajeros llamados representantes, tal como su nombre lo indican, representan una ficción a algo que no está presente. Al nacer el concepto y la práctica de representación la sociedad no se gobierna a sí misma sino que pasa a ser recipiendaria de las políticas y decisiones tomadas por los representantes, aunque se sometan a referéndum o plebiscito, conforme a las formas conseguidas para atenuar la paradoja de la representatividad.
Tal como lo señala Bernard Manin (Principes du governement représentatif, Calmann-Levy, París, 1995.), uno de los mayores estudiosos del tema, esa representación puede tomar tres formas: parlamentarismo, democracia de partidos y democracia de “audiencia”. En el primer caso, se les puede llamar fideicomisarios. En el segundo, que es el caso venezolano y de la práctica totalidad de los países latinoamericanos, se vota por un partido más que por una persona. Estos diputados o senadores son delegados de sus partidos que generalmente ejercen sobre ellos esa detestable práctica llamada “disciplina partidista”. La tercera, esto es, la denominada en las ciencias políticas “democracia de audiencia”, son los partidos los que se ponen al servicio de los candidatos y cuya elección dependerá de su propia personalidad y capacidad de interpretar a sus electores.
En cualquier caso de los mencionados se mantiene una independencia de los representantes sobre los criterios de los representados. Ocurre así la primera falla grave: la mediocridad de los representantes las más de las veces señalados para tal posición por su subordinación y obediencia a los distintos factores que le permiten ser electos. La segunda falla grave proviene del desinterés de los electores sobre el tema de a quien eligen, más los negociados con los poderosos medios massmediáticos; sobre este caso particular la historia venezolana muestra la cesión de curules a cadenas periodísticas a cambio de apoyo, en lo que constituyó uno de los puntos claves de la decadencia de la democracia. En tercer lugar, a pesar de permitirse la existencia de los llamados “grupos de electores” está claro que de hecho existe un monopolio partidista en la postulación de aspirantes. Finalmente, la falta de ética y de un comportamiento moral adecuado.
Pero Manin, al pasar revista a las instituciones propuestas en lo siglos XVII y XVIII encuentra una continuidad notable con lo que hoy llamamos “democracia representativa”, lo que lo lleva a recordar una significación crucial: ese régimen del que han salido las democracias representativas no fue concebido en modo alguno por sus creadores como una forma de la democracia. Por el contrario, en los escritos de sus fundadores se encuentra un acusado contraste entre la democracia y el régimen instituido por ellos, régimen al que llamaban “gobierno representativo” o aun “república” y cita a Madison argumentando que el papel de los representantes no consiste en querer en todas las ocasiones lo que quiere el pueblo. La superioridad de la representación consiste, por el contrario, en que abre la posibilidad de una separación entre la voluntad (o decisión) pública y la voluntad popular. Manin: “Tanto para Siéyès como para Madison, el gobierno representativo no es una modalidad de la democracia, es una forma de gobierno esencialmente diferente y, además, preferible”.
Las críticas sobre los partidos son conocidas: han pasado a ser irrelevantes aunque conforman aún su poder excluyente en las disposiciones que los favorecen para la presentación de candidatos mientras que los movimientos sociales organizados carecen de ese puerta abierta en el ordenamiento jurídico y, peor aún, cuando un grupo de electores abre la puerta y se lanza al ruedo sus resultados suelen ser magros. Es obvio, entonces, que navegamos en un estado intermedio donde los partidos han dejado de ser intermediarios eficaces y donde no han aparecido con sentido real nuevas formas de intermediación.
La otra, que la muerte de las ideologías los han convertido en cascarones vacíos incapaces de sumar voluntades. En otras palabras, se han convertido en mecánicos buscadores de votos. El argumento simplista que plantea “los partidos deben cambiar” no encuentra base en la realidad de la práctica política. Lo que hay que recalcar es que, en cualquier caso, los partidos han perdido el monopolio del ejercicio político y se les augura un destino describible como el de ser otros en medio de una multiplicad de actores socio-políticos en proceso de nacimiento. Siempre habrá el que por las razones que sean se agrupe con otros que la piensan igual y se proclamen partido, aunque bien se podrían denominar “organizaciones con fines políticos” como se definen en el presente venezolano sin que ninguno de nuestros “brillantes analistas” se haya dado cuenta del cambio semántico de enorme importancia.
De alguna u otra manera en América Latina ha fallado de manera ostentosa cualquier control sobre esta casta de representantes que no han encontrado en la voluntad colectiva un freno a sus desviaciones. En cualquier caso es obvio que existe una ruptura de la legitimación, lo que algunos han denominado “un malestar con la democracia”.
La introducción de mecanismos como referéndum revocatorio o la iniciativa popular han sido paliativos ligeros para la crisis de representación, en primer lugar porque junto a su nacimiento también crecieron las maneras de evitarlos y porque no contribuyeron de manera notoria al aumento del interés ciudadano por su práctica. Al haber contribuido notablemente a ese desinterés con sus ejercicios deformadores los partidos se ven desplazados de su anterior papel por organizaciones que tienden a formas de participación muy diferentes, esto es, la desconfianza justificada en ellos conlleva a la aparición de nuevos mecanismos que, en el presente tecnológico, conducen a la activación de redes y redes de redes.
No olvidemos que la palabra “representación” tiene otros sentidos, como el de la actuación, primero en el teatro griego donde el uso de las máscaras oculta y muestra lo que está ausente. “Inventar la ciudad es inventar la representación, el lugar donde el poder se disputa y se delega, donde cada uno puede presentarse en el centro del círculo y decirle a la asamblea cómo él se presenta lo que sucede y lo que hay que hacer. Lugar de nacimiento del escepticismo, del conflicto de las interpretaciones, de esa multitud de dobles, eîdos o eídolon, phantasía y phantásma, cuya apariencia corre el peligro de ser un falso semblante”. (Enaudeau, Corinne. La paradoja de la representación. Barcelona. Paidós. 1999.).
Para la conformación de la legitimidad de la representación se recurrió al concepto de opinión pública según el cual se crea una opinión general y libre que el representante simplemente ritualiza. De esta manera el representante no tiene nada que ver con la voluntad del representado sino que expresa la voluntad política ideal de la nación, lo que lleva a identificar pueblo con esa voluntad. En pocas palabras, legitimidad y representación buscan reconciliarse. Este razonamiento teórico lleva a la representación a un punto muerto, pues lo que termina es con el planteamiento de que la legitimidad no es del Estado sino de la sociedad misma. Cuando la sociedad entra en la presente fase de desconfianza en los representantes y en la representación misma la legitimidad comienza a hacer aguas. Con la frase “Yo soy el pueblo” que el presente dictador venezolano pronuncia a cada momento lo que se está produciendo es la simbiosis más acabada del pensamiento liberal, esto es, no tiene nada de socialista pues se convierte simplemente en una ficción. La única manera de controlar a los representantes es estableciendo mecanismos independientes de él, pero, como en el caso venezolano y de otros neoautoritarismos, encontramos la facilidad con que el poder los burla y siempre quedará pendiente la cuestión de si es el Poder o el órgano contralor el que representanta la voluntad colectiva.
Es menester recordar que el término “sociedad civil” (civil society) es de manufactura inglesa y fue inventada también dentro del contexto de encontrar una legitimación para la representación. Es por ello que algunos hablan, especialmente Touraine, de una sociedad postcivil; nosotros también lo hemos hecho dentro del concepto naciente de una democracia del siglo XXI. En este proceso de contradicciones se hunden los partidos de la democracia representativa, una realidad de distorsiones que algunos llegaron al punto de llamar “Estado de partidos”. O lo que otros llaman “descolocación de la política”, situación que hoy vivimos en muchos países de América Latina donde desde los órganos legislativos hasta los ejecutivos son suplantados por los llamados Comités Nacionales partidistas que pasan a ser el sitio donde en realidad se toman las decisiones supuestamente “encarnantes” de la voluntad popular. De esta manera los partidos se convirtieron en los verdaderos asesinos de todo el andamiaje filosófico-jurídico que había sostenido a la democracia representativa y su supuesta legitimidad. Es evidente que los partidos surgen por una necesidad obvia de asumir las contradicciones y las fragmentaciones del cuerpo social, pero terminan encarnando en magnitudes de primera fila las prácticas políticas deformadas y deformantes.
He insistido hasta la obstinación en la necesidad de que la provincia venezolana asuma el liderazgo, planteamiento que excede a la mera circunstancia de haberse producido en el interior las mayores acciones de resistencia contra la presente dictadura. Es también un asunto directamente vinculado a la tesis de representación y legitimidad. La elección de diputados por las regiones no establece ni una cosa ni la otra. Apartando por un momento el tema de la descentralización, obviamente necesaria e imprescindible, lo que ando es en búsqueda de una fuerza exógena que desmaterialice la mentira constitucional de que Venezuela es un Estado Federal y la haga realidad, pero más allá lo que ando es en búsqueda de una nueva fuerza constitutiva de la cultura venezolana.
Tendríamos que decir con Lassalle que “la problemática constitucional no es un problema de derecho sino de poder, ya que la verdadera constitución de un país solo reside en los factores reales y efectivos de poder que en ese país rige. Las constituciones escritas no tienen valor ni son verdaderas mas que cuando dan expresión fiel a los factores de poder imperantes en la sociedad”- (Lassalle, Ferdinand; “¿Qué es una Constitución?”; Editorial Coyoacan; año 1994; pág. 29. Conferencia dictada en Berlín a mediados del siglo XIX, texto que se convirtió en un clásico de las ciencias políticas).
En las últimas semanas nació –es lo que percibo- una nueva tensión, o al menos una tensión variada, entre la provincia y el poder hegemónico de Caracas, uno que fue, a mi modo de ver, un intento de quitar la delegación al poder central, uno informe, pero intento al fin. La “reducción” de la representación, en el sentido en que la manejo en este párrafo, significa que se reduce su ámbito en el sentido que cada provincia se representa a sí misma sin afectar para nada la unidad de la Nación-Estado.
Hay que comenzar a manejar las nuevas formas, los nuevos partos, los nuevos paradigmas. Sobre ello andamos.
teodulolopezm@yahoo.com
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A finales del siglo XX asoma la crisis plenamente. La democracia comienza a dejar al descubierto sus profundos vicios y la desconexión del ciudadano del sistema resalta sus falencias. La representación y la delegación del poder se resquebrajan. La democracia representativa comienza a diluirse como el sistema económico donde funcionaba. Es lo que bien se denomina una crisis de legitimidad. Los partidos políticos se convierten en “partidocracias”, en cotos cerrados que ya no cumplen su función de servir de vehículo a las aspiraciones de la gente común y su papel de intermediación entre el poder y la gente se oscurece por sus mafiosos comportamientos. De allí al brote del populismo habría poco espacio. La nueva expresión telegénica saltaría a la palestra con la oferta de soluciones “revolucionarias” milagrosas. Mientras tanto, otros comenzábamos a pensar en un movimiento alternativo.
Frente a las neodictaduras emergentes salen a las calles las manifestaciones de protesta que a nada conducen, que son incapaces de derribar gobiernos a no ser por alguna excepción. Las manifestaciones venezolanas están llenas de mitos y memorias de lo pasado, se recurre a la huelga general o al referéndum revocatorio, pero hay un desfase, un déficit y una contradicción que las anula. Es la vieja estructura que reacciona sobre la manifestación fascista y desde este ángulo de enfrentamiento la historia nos muestra que los viejos sistemas no son restituibles. El caso de las llamadas “marchas” en Venezuela es patético. La multitud sale a la calle lo que equivale a un desempoderamiento en lugar de una posibilidad de vencer la frustración. La razón está en los que podemos llamar “vehículos convencionales”, léase partidos, y sin que un movimiento estudiantil inmaduro y sin objetivos fijos, a no ser la protesta misma, sea capaz de lograr la conexión. La masa sale a la calle y luego se mira a la cara sin haber alcanzado ningún objetivo simplemente porque no estaba planteado ninguno, a no ser el drenaje de las emociones a la espera del acto electoral. De esta manera la “marcha” no deja legado. Más bien pasan a convertirse en ejemplo de la impotencia. Y en reconocimiento de las instituciones secuestradas de la dictadura, al concluir ellas en entrega de documentos redactados en un lenguaje que podríamos denominar como sacado del más puro legalismo.
Así, el viejo problema que Touraine y Baudrillard ya habían entrevisto, el de la crisis de la representatividad, revienta en Venezuela con toda su fuerza. Los partidos, destruidos por sus prácticas aberrantes y por su incapacidad, dan poder a otras instituciones igualmente derruidas y todos y todas marchan junto al enfrentamiento contra el régimen sin ninguna posibilidad de vencerlo. Con su derrota llega a la plenitud la crisis: ya no representan a nadie, son objeto de burlas, pero siguen ejerciendo un poder limitado que el Estado fascista emergente les permite para legitimar su ejercicio.
Paralelamente el problema inicialmente teórico de la representatividad brota en la realidad cuando los viejos actores quieren seguir ejerciendo el poder sobre los ciudadanos debido a su monopolio tácito de presentación de candidatos al viejo parlamentarismo. El problema deja de ser, inclusive, el de una simple oportunidad para enfrentar al régimen sino que es la manifestación patética del ejercicio de algo que no existe. No existe ni parlamento ni existe la posibilidad de conferir representación.
Vemos algunos jóvenes entusiastas e inmaduros lanzando sus candidaturas a diputados sin darse cuenta que el viejo sistema les impondrá su tradicional oligarquización por la necesidad de autorreproducirse para mantener sus privilegios de casta. Por el otro lado el poder fascista restringe, a lo que considera límites adecuados, la supervivencia de los viejos actores modificando aquí y allá y estableciendo condiciones suficientes para animarles a perseverar en su existencia, pero sin aflojarles jamás la posibilidad de volver a convertirse en mayoría.
Llegamos, así, ante una dictadura de nuevo cuño que para el mantenimiento de las apariencias democráticas cede una lonja de poder a los desplazados mientras los ciudadanos no encuentran que hacer, no se sienten representados, la calle no les concede nada sino el ejercicio de utilería a ambos bandos. Brota lo que los impertinentes han llamado Ni-Ni y lo que otros impertinentes en mayor grado convierten en objetivo de sus llamados para que voten o para que ayuden a derrotar al régimen. La crisis de la legitimidad puede declararse absolutamente en explosión. La representatividad concebida en los viejos sistemas liberales salta por los aires. La democracia representativa queda hecha jirones sobre el pavimento.
La desvalorización de la representación y de la legitimidad
La representación puede ser tomada de entrada como la imposibilidad del ejercicio de una democracia directa. En sus orígenes se planteaba como la vía para que los gobernantes ejercieran el poder con la aceptación libérrima de sus gobernados. Esas élites gobernantes o representativas fueron degenerando en castas opuestas al espíritu original. Podríamos aceptar que tal evolución era concerniente a un sistema que en sí portaba el germen de reducción de la democracia. No obstante, se consideró la mejor manera de administrar las complejas sociedades de la era industrial. Estos mensajeros llamados representantes, tal como su nombre lo indican, representan una ficción a algo que no está presente. Al nacer el concepto y la práctica de representación la sociedad no se gobierna a sí misma sino que pasa a ser recipiendaria de las políticas y decisiones tomadas por los representantes, aunque se sometan a referéndum o plebiscito, conforme a las formas conseguidas para atenuar la paradoja de la representatividad.
Tal como lo señala Bernard Manin (Principes du governement représentatif, Calmann-Levy, París, 1995.), uno de los mayores estudiosos del tema, esa representación puede tomar tres formas: parlamentarismo, democracia de partidos y democracia de “audiencia”. En el primer caso, se les puede llamar fideicomisarios. En el segundo, que es el caso venezolano y de la práctica totalidad de los países latinoamericanos, se vota por un partido más que por una persona. Estos diputados o senadores son delegados de sus partidos que generalmente ejercen sobre ellos esa detestable práctica llamada “disciplina partidista”. La tercera, esto es, la denominada en las ciencias políticas “democracia de audiencia”, son los partidos los que se ponen al servicio de los candidatos y cuya elección dependerá de su propia personalidad y capacidad de interpretar a sus electores.
En cualquier caso de los mencionados se mantiene una independencia de los representantes sobre los criterios de los representados. Ocurre así la primera falla grave: la mediocridad de los representantes las más de las veces señalados para tal posición por su subordinación y obediencia a los distintos factores que le permiten ser electos. La segunda falla grave proviene del desinterés de los electores sobre el tema de a quien eligen, más los negociados con los poderosos medios massmediáticos; sobre este caso particular la historia venezolana muestra la cesión de curules a cadenas periodísticas a cambio de apoyo, en lo que constituyó uno de los puntos claves de la decadencia de la democracia. En tercer lugar, a pesar de permitirse la existencia de los llamados “grupos de electores” está claro que de hecho existe un monopolio partidista en la postulación de aspirantes. Finalmente, la falta de ética y de un comportamiento moral adecuado.
Pero Manin, al pasar revista a las instituciones propuestas en lo siglos XVII y XVIII encuentra una continuidad notable con lo que hoy llamamos “democracia representativa”, lo que lo lleva a recordar una significación crucial: ese régimen del que han salido las democracias representativas no fue concebido en modo alguno por sus creadores como una forma de la democracia. Por el contrario, en los escritos de sus fundadores se encuentra un acusado contraste entre la democracia y el régimen instituido por ellos, régimen al que llamaban “gobierno representativo” o aun “república” y cita a Madison argumentando que el papel de los representantes no consiste en querer en todas las ocasiones lo que quiere el pueblo. La superioridad de la representación consiste, por el contrario, en que abre la posibilidad de una separación entre la voluntad (o decisión) pública y la voluntad popular. Manin: “Tanto para Siéyès como para Madison, el gobierno representativo no es una modalidad de la democracia, es una forma de gobierno esencialmente diferente y, además, preferible”.
Las críticas sobre los partidos son conocidas: han pasado a ser irrelevantes aunque conforman aún su poder excluyente en las disposiciones que los favorecen para la presentación de candidatos mientras que los movimientos sociales organizados carecen de ese puerta abierta en el ordenamiento jurídico y, peor aún, cuando un grupo de electores abre la puerta y se lanza al ruedo sus resultados suelen ser magros. Es obvio, entonces, que navegamos en un estado intermedio donde los partidos han dejado de ser intermediarios eficaces y donde no han aparecido con sentido real nuevas formas de intermediación.
La otra, que la muerte de las ideologías los han convertido en cascarones vacíos incapaces de sumar voluntades. En otras palabras, se han convertido en mecánicos buscadores de votos. El argumento simplista que plantea “los partidos deben cambiar” no encuentra base en la realidad de la práctica política. Lo que hay que recalcar es que, en cualquier caso, los partidos han perdido el monopolio del ejercicio político y se les augura un destino describible como el de ser otros en medio de una multiplicad de actores socio-políticos en proceso de nacimiento. Siempre habrá el que por las razones que sean se agrupe con otros que la piensan igual y se proclamen partido, aunque bien se podrían denominar “organizaciones con fines políticos” como se definen en el presente venezolano sin que ninguno de nuestros “brillantes analistas” se haya dado cuenta del cambio semántico de enorme importancia.
De alguna u otra manera en América Latina ha fallado de manera ostentosa cualquier control sobre esta casta de representantes que no han encontrado en la voluntad colectiva un freno a sus desviaciones. En cualquier caso es obvio que existe una ruptura de la legitimación, lo que algunos han denominado “un malestar con la democracia”.
La introducción de mecanismos como referéndum revocatorio o la iniciativa popular han sido paliativos ligeros para la crisis de representación, en primer lugar porque junto a su nacimiento también crecieron las maneras de evitarlos y porque no contribuyeron de manera notoria al aumento del interés ciudadano por su práctica. Al haber contribuido notablemente a ese desinterés con sus ejercicios deformadores los partidos se ven desplazados de su anterior papel por organizaciones que tienden a formas de participación muy diferentes, esto es, la desconfianza justificada en ellos conlleva a la aparición de nuevos mecanismos que, en el presente tecnológico, conducen a la activación de redes y redes de redes.
No olvidemos que la palabra “representación” tiene otros sentidos, como el de la actuación, primero en el teatro griego donde el uso de las máscaras oculta y muestra lo que está ausente. “Inventar la ciudad es inventar la representación, el lugar donde el poder se disputa y se delega, donde cada uno puede presentarse en el centro del círculo y decirle a la asamblea cómo él se presenta lo que sucede y lo que hay que hacer. Lugar de nacimiento del escepticismo, del conflicto de las interpretaciones, de esa multitud de dobles, eîdos o eídolon, phantasía y phantásma, cuya apariencia corre el peligro de ser un falso semblante”. (Enaudeau, Corinne. La paradoja de la representación. Barcelona. Paidós. 1999.).
Para la conformación de la legitimidad de la representación se recurrió al concepto de opinión pública según el cual se crea una opinión general y libre que el representante simplemente ritualiza. De esta manera el representante no tiene nada que ver con la voluntad del representado sino que expresa la voluntad política ideal de la nación, lo que lleva a identificar pueblo con esa voluntad. En pocas palabras, legitimidad y representación buscan reconciliarse. Este razonamiento teórico lleva a la representación a un punto muerto, pues lo que termina es con el planteamiento de que la legitimidad no es del Estado sino de la sociedad misma. Cuando la sociedad entra en la presente fase de desconfianza en los representantes y en la representación misma la legitimidad comienza a hacer aguas. Con la frase “Yo soy el pueblo” que el presente dictador venezolano pronuncia a cada momento lo que se está produciendo es la simbiosis más acabada del pensamiento liberal, esto es, no tiene nada de socialista pues se convierte simplemente en una ficción. La única manera de controlar a los representantes es estableciendo mecanismos independientes de él, pero, como en el caso venezolano y de otros neoautoritarismos, encontramos la facilidad con que el poder los burla y siempre quedará pendiente la cuestión de si es el Poder o el órgano contralor el que representanta la voluntad colectiva.
Es menester recordar que el término “sociedad civil” (civil society) es de manufactura inglesa y fue inventada también dentro del contexto de encontrar una legitimación para la representación. Es por ello que algunos hablan, especialmente Touraine, de una sociedad postcivil; nosotros también lo hemos hecho dentro del concepto naciente de una democracia del siglo XXI. En este proceso de contradicciones se hunden los partidos de la democracia representativa, una realidad de distorsiones que algunos llegaron al punto de llamar “Estado de partidos”. O lo que otros llaman “descolocación de la política”, situación que hoy vivimos en muchos países de América Latina donde desde los órganos legislativos hasta los ejecutivos son suplantados por los llamados Comités Nacionales partidistas que pasan a ser el sitio donde en realidad se toman las decisiones supuestamente “encarnantes” de la voluntad popular. De esta manera los partidos se convirtieron en los verdaderos asesinos de todo el andamiaje filosófico-jurídico que había sostenido a la democracia representativa y su supuesta legitimidad. Es evidente que los partidos surgen por una necesidad obvia de asumir las contradicciones y las fragmentaciones del cuerpo social, pero terminan encarnando en magnitudes de primera fila las prácticas políticas deformadas y deformantes.
He insistido hasta la obstinación en la necesidad de que la provincia venezolana asuma el liderazgo, planteamiento que excede a la mera circunstancia de haberse producido en el interior las mayores acciones de resistencia contra la presente dictadura. Es también un asunto directamente vinculado a la tesis de representación y legitimidad. La elección de diputados por las regiones no establece ni una cosa ni la otra. Apartando por un momento el tema de la descentralización, obviamente necesaria e imprescindible, lo que ando es en búsqueda de una fuerza exógena que desmaterialice la mentira constitucional de que Venezuela es un Estado Federal y la haga realidad, pero más allá lo que ando es en búsqueda de una nueva fuerza constitutiva de la cultura venezolana.
Tendríamos que decir con Lassalle que “la problemática constitucional no es un problema de derecho sino de poder, ya que la verdadera constitución de un país solo reside en los factores reales y efectivos de poder que en ese país rige. Las constituciones escritas no tienen valor ni son verdaderas mas que cuando dan expresión fiel a los factores de poder imperantes en la sociedad”- (Lassalle, Ferdinand; “¿Qué es una Constitución?”; Editorial Coyoacan; año 1994; pág. 29. Conferencia dictada en Berlín a mediados del siglo XIX, texto que se convirtió en un clásico de las ciencias políticas).
En las últimas semanas nació –es lo que percibo- una nueva tensión, o al menos una tensión variada, entre la provincia y el poder hegemónico de Caracas, uno que fue, a mi modo de ver, un intento de quitar la delegación al poder central, uno informe, pero intento al fin. La “reducción” de la representación, en el sentido en que la manejo en este párrafo, significa que se reduce su ámbito en el sentido que cada provincia se representa a sí misma sin afectar para nada la unidad de la Nación-Estado.
Hay que comenzar a manejar las nuevas formas, los nuevos partos, los nuevos paradigmas. Sobre ello andamos.
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