En el país de Morazán, los demócratas y las instituciones democráticas apuraron el trago amargo de pasar por golpistas y antidemocráticos -de arriesgarse incluso a un boicot o a una invasión-, por preservar la democracia, a través de la defensa de la constitución. Por su parte, Chávez y los hermanos Castro, y quienes los secundan en el continente, tanto dentro, como fuera del ALBA, también decidieron pagar costos, como fue aparecer defendiendo un sistema que en el fondo abominan y aspiran desaparezca de América y el mundo: la democracia que llaman representativa y formal.
Resultó una paradoja desconcertante, y de señales aparentemente aviesas e inescrutables, que en la crisis de Honduras los países que en la región promueven la guerra social, la exclusión, el militarismo y la presidencia vitalicia (o sea, la dictadura) aparecieran defendiendo la democracia; y los que promueven la paz social, la inclusión, el poder civil y la alternabilidad republicana (o sea, la democracia) defendiendo al golpe de estado.
Acertijo que empieza a descifrarse cuando notamos que las elecciones de hoy domingo que buscan poner fin a la crisis restableciendo la democracia y el estado de derecho, son boicoteadas, adversadas y deslegitimadas por los que condenaron el golpe; y respaldadas, avaladas y legitimadas, por quienes lo auspiciaron.
O sea, que las preferencias cambian en cuestión de días, semanas o meses, y resulta difícil orientarse en el laberinto de lo que realmente se busca o se quiere.
Porque es que la política deviene en un sfumato, donde lo claro se torna oscuro y lo oscuro claro, y los roles se intercambian como en un juego de espejos que se presta idealmente para que aquellos que terminan imponiéndose sea quienes practican principios totalmente contrarios a las que defendían; y los derrotados, partidos e individualidades, perciban aterrados, al final, cómo por defender la democracia y el estado de derecho, fueron extraídos y desarraigados del poder.
Me explico: si en la crisis de Honduras, cuando Chávez y sus socios comenzaron a manipular al infeliz Zelaya, y lo convencieron para que violara la constitución y continuara con el guión de convocar la “constituyente” que siempre termina barriendo con la democracia y allanando el camino para la “dictadura”, los demócratas y las instituciones democráticas hondureños hubieran caído en la trampa de “defender la democracia”, “dejando hacer” al hombre que quería destruirla, pues hoy estarían como los venezolanos, nicaragüenses, ecuatorianos o bolivianos: sin democracia o con menos democracia y traumatizados por haber contribuido a destruir su don más preciado en términos políticos y constitucionales: la libertad.
Por el contrario, en el país de Morazán, los demócratas y las instituciones democráticas apuraron el trago amargo de pasar por golpistas y antidemocráticos -de arriesgarse incluso a un boicot o a una invasión-, por preservar la democracia, a través de la defensa de la constitución.
Por su parte, Chávez y los hermanos Castro, y quienes los secundan en el continente, tanto dentro, como fuera del ALBA, también decidieron pagar costos, como fue aparecer defendiendo un sistema que en el fondo abominan y aspiran desaparezca de América y el mundo: la democracia que llaman representativa y formal.
A este respecto, cabría recordar -porque quedó para la historia-, el discurso de Raúl Castro el primero de julio pasado en Managua, en una reunión del Grupo de Río, cuando, para defender a Zelaya y su intento de violar la Carta Magna hondureña, se presentó como un campeón de la democracia, del sistema que el marxismo considera desigual por excelencia y facilitador de la “odiada” explotación del hombre por el hombre.
Y aquí llegamos al abordaje del tema central de este artículo, cómo es demostrar -publicitar, más bien- que en un momento de los años 90, la izquierda náufraga que sobrevivió a la caída del Muro de Berlín y al colapso del comunismo soviético, se trazó como estrategia para la reconquista del poder, camuflarse de demócrata y de defensora del estado de derecho y de los derechos humanos, pero exclusivamente para ambientar su participación en elecciones presidenciales que le garantizaran un acceso relativamente barato al poder, para después, desde el poder mismo, proceder al desmontaje del Estado democrático, “capitalista y burgués”.
Es lo que los politólogos, Andrés Benavente Urbina y Julio Cirino, llaman en un estudio memorable, “La democracia defraudada” (Editorial Grito Sagrado. Buenos Aires. 2005), “la democracia instrumental”, porque, en sentido alguno apela la democracia como esencia, sino como un mecanismo que, por irrenunciablemente legal, facilita una conquista “suave” del poder.
Y luego de está labor de reingeniería, desembocar en lo de siempre: el establecimiento de un sistema colectivista y totalitario, que vía el esquema monopartidista, de pensamiento único y de presidencia vitalicia y dinástica, restablezca la utopía marxista que durante el siglo XX representó la destrucción de mas de 30 de países y las violaciones de los derechos humanos más crueles y masivas que conozca la historia.
O sea, que demócratas y capitalistas en los medios, y dictatoriales y comunistas en los fines, que es una trampa en contravía, que no es que no se hubiese experimentado antes y con abundancia, sino que ahora surge como principio y dogma de la izquierda radical para la reposición del comunismo y todo el andamiaje anacrónico y retrovisual que le es ínsito.
Que -vamos a ser claros- es una forma mucho más humana y tolerable de cuando se hacía promoviendo guerras de guerrillas, insurrecciones, terrorismo, golpes de estado y cualquier otro tipo de violencia, pero que al final, cuando las sociedades se encuentran con sus derechos conculcados y las dictaduras establecidas, produce un desarraigo, el ratón moral, de que quien queda convencido de que colaboró cumplida y eficientemente en su holocausto, en su inmolación.
De ahí que sea más eficaz, pues campañas electorales en países en crisis y altos niveles de desigualdad e injusticias, tienden a ser ganadas por hábiles demagogos que, una vez que se hacen con el mando, no hacen sino acrecentarlo y potenciarlo.
La gran lección, en definitiva, del fin de la Guerra Fría, y del comienzo de otra, en que es inexcusable no admitir que el comunismo fue derrotado y se imponían la democracia y el capitalismo, y los paradigmas de legalidad, pluralidad, alternabilidad, constitucionalidad y respeto por los derechos doctrinarios e inesquivables y sobrevivir en política era, por lo menos, simular que se creía en ellos y había intención de practicarlos.
No fue, por cierto, el programa de Hugo Chávez cuando insurgió en la vida política venezolana el 4 de febrero del 92, pero que copia inmediatamente al decidir participar en las elecciones presidenciales del 98 y va perfeccionando y profundizando a medida que durante 10 años derroca unos gobiernos e instaura otros en América latina.
Bolivia, Ecuador y Nicaragua son ejemplos de lo que puede hacerse con unas democracias que no se activan para autodefenderse y permiten que los demócratas de nuevo cuño, los post guerra fría, los que son demócratas en los medios y totalitarios en los fines, vayan asesinando al estado de derecho, lenta, cruel e implacablemente.
En otras palabras: lo que hubiera pasado en Honduras si se permite a un presidente que se había convertido al chavismo desde su alta investidura, y tenía todas las ventajas para aplicar la fórmula, se saliera con la suya y hoy el país estuviera en transe de elegir una constituyente, que al igual que se hizo en Venezuela, Bolivia y Nicaragua (la también llamada “Banda de los Cuatro”) barriera en la nueva constitución con el estado de derecho, la independencia de los poderes y la inviolabilidad de los derechos constitucionales, que al final no conduce sino al poder personal y dictatorial.
Parto que se abortó en Honduras en cuanto ya era una conspiración avisada y los demócratas y el pueblo hondureños tenían ya el ejemplo de lo que había pasado en los países de la “Banda de los Cuatro”, como para no activarse y correr el riesgo, como dijo en un momento la viceministro de Relaciones Exteriores, Martha Lorena Alvarado, de pasar por golpistas de hecho, siendo demócratas de derecho.
Que fue, a fin de cuentas, lo que aceptó y admitió la mayoría de los gobiernos y pueblos de la región, que celebran hoy que los hondureños hayan vuelto a las urnas, pero no para eligir los diputados de la constituyente de Zelaya, sino al presidente constitucional y legítimo que regirá sus destinos en los próximos 4 años.
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Resultó una paradoja desconcertante, y de señales aparentemente aviesas e inescrutables, que en la crisis de Honduras los países que en la región promueven la guerra social, la exclusión, el militarismo y la presidencia vitalicia (o sea, la dictadura) aparecieran defendiendo la democracia; y los que promueven la paz social, la inclusión, el poder civil y la alternabilidad republicana (o sea, la democracia) defendiendo al golpe de estado.
Acertijo que empieza a descifrarse cuando notamos que las elecciones de hoy domingo que buscan poner fin a la crisis restableciendo la democracia y el estado de derecho, son boicoteadas, adversadas y deslegitimadas por los que condenaron el golpe; y respaldadas, avaladas y legitimadas, por quienes lo auspiciaron.
O sea, que las preferencias cambian en cuestión de días, semanas o meses, y resulta difícil orientarse en el laberinto de lo que realmente se busca o se quiere.
Porque es que la política deviene en un sfumato, donde lo claro se torna oscuro y lo oscuro claro, y los roles se intercambian como en un juego de espejos que se presta idealmente para que aquellos que terminan imponiéndose sea quienes practican principios totalmente contrarios a las que defendían; y los derrotados, partidos e individualidades, perciban aterrados, al final, cómo por defender la democracia y el estado de derecho, fueron extraídos y desarraigados del poder.
Me explico: si en la crisis de Honduras, cuando Chávez y sus socios comenzaron a manipular al infeliz Zelaya, y lo convencieron para que violara la constitución y continuara con el guión de convocar la “constituyente” que siempre termina barriendo con la democracia y allanando el camino para la “dictadura”, los demócratas y las instituciones democráticas hondureños hubieran caído en la trampa de “defender la democracia”, “dejando hacer” al hombre que quería destruirla, pues hoy estarían como los venezolanos, nicaragüenses, ecuatorianos o bolivianos: sin democracia o con menos democracia y traumatizados por haber contribuido a destruir su don más preciado en términos políticos y constitucionales: la libertad.
Por el contrario, en el país de Morazán, los demócratas y las instituciones democráticas apuraron el trago amargo de pasar por golpistas y antidemocráticos -de arriesgarse incluso a un boicot o a una invasión-, por preservar la democracia, a través de la defensa de la constitución.
Por su parte, Chávez y los hermanos Castro, y quienes los secundan en el continente, tanto dentro, como fuera del ALBA, también decidieron pagar costos, como fue aparecer defendiendo un sistema que en el fondo abominan y aspiran desaparezca de América y el mundo: la democracia que llaman representativa y formal.
A este respecto, cabría recordar -porque quedó para la historia-, el discurso de Raúl Castro el primero de julio pasado en Managua, en una reunión del Grupo de Río, cuando, para defender a Zelaya y su intento de violar la Carta Magna hondureña, se presentó como un campeón de la democracia, del sistema que el marxismo considera desigual por excelencia y facilitador de la “odiada” explotación del hombre por el hombre.
Y aquí llegamos al abordaje del tema central de este artículo, cómo es demostrar -publicitar, más bien- que en un momento de los años 90, la izquierda náufraga que sobrevivió a la caída del Muro de Berlín y al colapso del comunismo soviético, se trazó como estrategia para la reconquista del poder, camuflarse de demócrata y de defensora del estado de derecho y de los derechos humanos, pero exclusivamente para ambientar su participación en elecciones presidenciales que le garantizaran un acceso relativamente barato al poder, para después, desde el poder mismo, proceder al desmontaje del Estado democrático, “capitalista y burgués”.
Es lo que los politólogos, Andrés Benavente Urbina y Julio Cirino, llaman en un estudio memorable, “La democracia defraudada” (Editorial Grito Sagrado. Buenos Aires. 2005), “la democracia instrumental”, porque, en sentido alguno apela la democracia como esencia, sino como un mecanismo que, por irrenunciablemente legal, facilita una conquista “suave” del poder.
Y luego de está labor de reingeniería, desembocar en lo de siempre: el establecimiento de un sistema colectivista y totalitario, que vía el esquema monopartidista, de pensamiento único y de presidencia vitalicia y dinástica, restablezca la utopía marxista que durante el siglo XX representó la destrucción de mas de 30 de países y las violaciones de los derechos humanos más crueles y masivas que conozca la historia.
O sea, que demócratas y capitalistas en los medios, y dictatoriales y comunistas en los fines, que es una trampa en contravía, que no es que no se hubiese experimentado antes y con abundancia, sino que ahora surge como principio y dogma de la izquierda radical para la reposición del comunismo y todo el andamiaje anacrónico y retrovisual que le es ínsito.
Que -vamos a ser claros- es una forma mucho más humana y tolerable de cuando se hacía promoviendo guerras de guerrillas, insurrecciones, terrorismo, golpes de estado y cualquier otro tipo de violencia, pero que al final, cuando las sociedades se encuentran con sus derechos conculcados y las dictaduras establecidas, produce un desarraigo, el ratón moral, de que quien queda convencido de que colaboró cumplida y eficientemente en su holocausto, en su inmolación.
De ahí que sea más eficaz, pues campañas electorales en países en crisis y altos niveles de desigualdad e injusticias, tienden a ser ganadas por hábiles demagogos que, una vez que se hacen con el mando, no hacen sino acrecentarlo y potenciarlo.
La gran lección, en definitiva, del fin de la Guerra Fría, y del comienzo de otra, en que es inexcusable no admitir que el comunismo fue derrotado y se imponían la democracia y el capitalismo, y los paradigmas de legalidad, pluralidad, alternabilidad, constitucionalidad y respeto por los derechos doctrinarios e inesquivables y sobrevivir en política era, por lo menos, simular que se creía en ellos y había intención de practicarlos.
No fue, por cierto, el programa de Hugo Chávez cuando insurgió en la vida política venezolana el 4 de febrero del 92, pero que copia inmediatamente al decidir participar en las elecciones presidenciales del 98 y va perfeccionando y profundizando a medida que durante 10 años derroca unos gobiernos e instaura otros en América latina.
Bolivia, Ecuador y Nicaragua son ejemplos de lo que puede hacerse con unas democracias que no se activan para autodefenderse y permiten que los demócratas de nuevo cuño, los post guerra fría, los que son demócratas en los medios y totalitarios en los fines, vayan asesinando al estado de derecho, lenta, cruel e implacablemente.
En otras palabras: lo que hubiera pasado en Honduras si se permite a un presidente que se había convertido al chavismo desde su alta investidura, y tenía todas las ventajas para aplicar la fórmula, se saliera con la suya y hoy el país estuviera en transe de elegir una constituyente, que al igual que se hizo en Venezuela, Bolivia y Nicaragua (la también llamada “Banda de los Cuatro”) barriera en la nueva constitución con el estado de derecho, la independencia de los poderes y la inviolabilidad de los derechos constitucionales, que al final no conduce sino al poder personal y dictatorial.
Parto que se abortó en Honduras en cuanto ya era una conspiración avisada y los demócratas y el pueblo hondureños tenían ya el ejemplo de lo que había pasado en los países de la “Banda de los Cuatro”, como para no activarse y correr el riesgo, como dijo en un momento la viceministro de Relaciones Exteriores, Martha Lorena Alvarado, de pasar por golpistas de hecho, siendo demócratas de derecho.
Que fue, a fin de cuentas, lo que aceptó y admitió la mayoría de los gobiernos y pueblos de la región, que celebran hoy que los hondureños hayan vuelto a las urnas, pero no para eligir los diputados de la constituyente de Zelaya, sino al presidente constitucional y legítimo que regirá sus destinos en los próximos 4 años.
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