No se me ocurre otra imagen o frase para tratar de entender los días que corren.
En el fondo, vivimos una especie de parálisis, donde ningún factor avanza, donde más bien nos regocijamos con lo que tenemos, como pequeños lechones que se revuelcan en un corral. El ejercicio político es una vergüenza, y vuelve a sentirse tentado por la antipolítica. La economía es un ejercicio de adivinos y no hay una sola idea distinta a esperar la recuperación de los precios petroleros.
La sociedad no hace sino retroceder, con sus indicadores crecientes de pobreza y su exposición permanente a los influjos de la violencia. El Estado es un paquidermo, cada vez más alejado de la modernidad, preso en su cárcel ideológica y haciendo de la corrupción su moneda de cambio. Los medios son un campo de batalla, donde los flujos noticiosos o analíticos desaparecen bajo la polarización. Las universidades se descentran al tener que hacer frente a las nuevas regulaciones educativas. Un país sin visión, sin concierto, sin los mínimos consensos que toda sociedad necesita para poder crecer.
El contraste con los países vecinos, para no pensar en utopías lejanas, se hace insostenible. Mientras Brasil logra alinear todas sus instituciones para lograr la sede de las Olimpíadas en 2016, mientras Chile reduce año tras año sus índices de pobreza, mientras Perú recupera índices económicos, mientras Colombia restaura a pulso los espacios de paz que su historia reciente le ha negado, nuestro país se sumerge en la endogamia, en modelos caducos y en visiones anacrónicas. Hasta la admirada China de nuestros gobernantes, en el aniversario de su sexagenaria revolución, sólo habla de prosperidad, democracia, paz y bienestar social.
A veces pienso que este estado de inopia en el que vivimos, este exceso de estupidez, esta incapacidad para articular y sumar voluntades, es el precio que pagamos por errores del pasado. Pero la condena ya parece excesiva como para no atisbar ideas frescas y nuevos rumbos. ¿Qué nos paraliza como sociedad? ¿Qué nos impide sumar lo mejor de nuestras luces para aspirar a la felicidad colectiva? No parecería tarea difícil lograr consensos a largo plazo alrededor de la superación de la pobreza, a la excelencia educativa, a la construcción de riqueza distinta a la petrolera, a políticas básicas en salud y vivienda. Y sin embargo, la cultura dominante nos lleva al fratricidio, al enfrentamiento constante, al insulto y al miedo.
Un proyecto que tiene como premisa la división, que cuenta con unos venezolanos y descarta a otros, está llamado al fracaso. Un proyecto que ve amigos de un lado y enemigos del otro no piensa en un país sino en una barriada. Un proyecto que se estima a sí mismo como único, como superior a todos, no puede dialogar con nada ni nadie. La imagen podría ser la de un tren con dos locomotoras en sus extremos: las dos tiran con fuerza, pero los vagones quedan paralizados en el medio, presos por tensiones opuestas.
Un estado de suspensión, ciertamente, donde cada día es igual al anterior, donde las calles no varían, donde la basura se replica a sí misma, donde la zozobra crece y donde la felicidad se aleja. Viva la anarquía, la improvisación, la ilegalidad al descampado. Un estado donde todo queda, precisamente, suspendido, a la espera de no sabe bien qué.
En el fondo, vivimos una especie de parálisis, donde ningún factor avanza, donde más bien nos regocijamos con lo que tenemos, como pequeños lechones que se revuelcan en un corral. El ejercicio político es una vergüenza, y vuelve a sentirse tentado por la antipolítica. La economía es un ejercicio de adivinos y no hay una sola idea distinta a esperar la recuperación de los precios petroleros.
La sociedad no hace sino retroceder, con sus indicadores crecientes de pobreza y su exposición permanente a los influjos de la violencia. El Estado es un paquidermo, cada vez más alejado de la modernidad, preso en su cárcel ideológica y haciendo de la corrupción su moneda de cambio. Los medios son un campo de batalla, donde los flujos noticiosos o analíticos desaparecen bajo la polarización. Las universidades se descentran al tener que hacer frente a las nuevas regulaciones educativas. Un país sin visión, sin concierto, sin los mínimos consensos que toda sociedad necesita para poder crecer.
El contraste con los países vecinos, para no pensar en utopías lejanas, se hace insostenible. Mientras Brasil logra alinear todas sus instituciones para lograr la sede de las Olimpíadas en 2016, mientras Chile reduce año tras año sus índices de pobreza, mientras Perú recupera índices económicos, mientras Colombia restaura a pulso los espacios de paz que su historia reciente le ha negado, nuestro país se sumerge en la endogamia, en modelos caducos y en visiones anacrónicas. Hasta la admirada China de nuestros gobernantes, en el aniversario de su sexagenaria revolución, sólo habla de prosperidad, democracia, paz y bienestar social.
A veces pienso que este estado de inopia en el que vivimos, este exceso de estupidez, esta incapacidad para articular y sumar voluntades, es el precio que pagamos por errores del pasado. Pero la condena ya parece excesiva como para no atisbar ideas frescas y nuevos rumbos. ¿Qué nos paraliza como sociedad? ¿Qué nos impide sumar lo mejor de nuestras luces para aspirar a la felicidad colectiva? No parecería tarea difícil lograr consensos a largo plazo alrededor de la superación de la pobreza, a la excelencia educativa, a la construcción de riqueza distinta a la petrolera, a políticas básicas en salud y vivienda. Y sin embargo, la cultura dominante nos lleva al fratricidio, al enfrentamiento constante, al insulto y al miedo.
Un proyecto que tiene como premisa la división, que cuenta con unos venezolanos y descarta a otros, está llamado al fracaso. Un proyecto que ve amigos de un lado y enemigos del otro no piensa en un país sino en una barriada. Un proyecto que se estima a sí mismo como único, como superior a todos, no puede dialogar con nada ni nadie. La imagen podría ser la de un tren con dos locomotoras en sus extremos: las dos tiran con fuerza, pero los vagones quedan paralizados en el medio, presos por tensiones opuestas.
Un estado de suspensión, ciertamente, donde cada día es igual al anterior, donde las calles no varían, donde la basura se replica a sí misma, donde la zozobra crece y donde la felicidad se aleja. Viva la anarquía, la improvisación, la ilegalidad al descampado. Un estado donde todo queda, precisamente, suspendido, a la espera de no sabe bien qué.
Un estado que es también de postración, donde los agentes individuales o colectivos no salen a la palestra, prefieren estar a la sombra y articularse entre ellos mismos. Un colectivo finalmente extraviado, sin norte ni miras comunes, viviendo uno de los momentos más tristes de su historia. Sean todos bienvenidos a nuestra arcadia particular: optimistas favor abstenerse.
ANTONIO LÓPEZ ORTEGA
alopezo@cantv.net
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