Si Carlos Marx hubiera tenido un gesto de benevolencia con la posteridad, quizás habría dejado una disposición testamentaria prohibiendo a los mayores de 50 años que leyeran sus tratados. Pero no, el pensador alemán no tomó esa precaución: dejó todo al azar. Quizás no llegó a sospechar los desastres que para los pueblos del mundo iban a significar sus escritos, y menos aún las calamidades que en ciertas mentes causarían si los descubrían demasiado tarde.
No hay nada más peligroso que leer a Marx cuando ya se está viejo, y no hay nada más deplorable que escuchar, a estas distancias del filósofo, palabras que se gastaron durante todo el siglo XX, de “como dijo Marx”, de “como pensaba Marx”, de “como nos señaló Marx”. Y, sobre todo, oírlas de quien, como el Presidente de Venezuela, nunca antes se preocupó de leerlo quemándose las pestañas y fatigando el entendimiento.
Paralelamente, no hay nada más cómico que escuchar a estos marxistas instantáneos hablando del maestro como buenos y experimentados discípulos. Pues, nada, Marx, el sabio autor de El capital, se convirtió en otra de las hojas secas de la revolución bolivariana. Nadie salvó al patriarca de la revolución mundial de que se diera la mano con Simón Bolívar, al que una vez llamó “patiquín”, sin la menor cortesía.
Por el camino de los artificios y de las falsificaciones, la revolución bolivariana se ha convertido en la revolución de las ideas muertas. Una revolución fúnebre que pretende prohibirlo todo.
No hay nada más peligroso que leer a Marx cuando ya se está viejo, y no hay nada más deplorable que escuchar, a estas distancias del filósofo, palabras que se gastaron durante todo el siglo XX, de “como dijo Marx”, de “como pensaba Marx”, de “como nos señaló Marx”. Y, sobre todo, oírlas de quien, como el Presidente de Venezuela, nunca antes se preocupó de leerlo quemándose las pestañas y fatigando el entendimiento.
Paralelamente, no hay nada más cómico que escuchar a estos marxistas instantáneos hablando del maestro como buenos y experimentados discípulos. Pues, nada, Marx, el sabio autor de El capital, se convirtió en otra de las hojas secas de la revolución bolivariana. Nadie salvó al patriarca de la revolución mundial de que se diera la mano con Simón Bolívar, al que una vez llamó “patiquín”, sin la menor cortesía.
Por el camino de los artificios y de las falsificaciones, la revolución bolivariana se ha convertido en la revolución de las ideas muertas. Una revolución fúnebre que pretende prohibirlo todo.
Prohibido pensar, prohibido expresar, prohibido “hablar paja”. Sus estrategas obtusos no logran descubrir el destino de lo prohibido en la historia. Valdría la pena repasar el desenlace de algunas de esas proscripciones. Con el perdón de los eruditos, mencionaremos una de las más antiguas. El 11 de diciembre de 1797, la Real Audiencia de Caracas prohibió la difusión y la lectura de “papeles torpes y sediciosos” y en particular uno “del cual hay en la isla de la Guadalupe muchos ejemplares, y cuyo título dice así: Derechos del hombre y del ciudadano”.
Las penas para los infractores eran de azotes, presidio o muerte. Trece años después, en 1810, los malditos no eran los “papeles torpes y sediciosos”, sino la propia Real Audiencia que pasó a la historia.
Otro ejemplo es más reciente. Las constituciones del general Gómez de 1929, la última de 1931, y la de López Contreras de 1936, vigente hasta mayo de 1945, rezaban: “Queda también prohibida la propaganda del comunismo”. Pero sucede que nunca tuvo más auge ni mayor difusión que en aquellos años la doctrina comunista. De modo que la prohibición, si no sirvió de estímulo, careció de efectividad.
A nadie se le puede prohibir que piense. Las ideas comunistas sobrevivieron a Gómez y a quienes dejaron en la Constitución la famosa prohibición que sirvió, es verdad, para que en 1937 alrededor de 47 venezolanos fueran expulsados de Venezuela acusados del tal delito, de ser “comunistas”. Única manera de expulsarlos.
No se requieren más ejemplos. Dictadores como Marcos Pérez Jiménez no aprobaron leyes, sino censura brutal y abierta, cárceles y torturas.
No obstante, proliferaron los “papeles torpes y sediciosos” como Resistencia y Tribuna Popular. Y para sorpresa e indignación del dictador y de su círculo, un día apareció un volumen llamado el Libro negro, prontuario de crímenes y robos. Hojas sueltas, panfletos, manifiestos, estallaron en 1957 cuando el general quiso reelegirse porque “sólo él era capaz de conducir los grandes cambios”. Pocos días después se dio cuenta de que estaba perdido. Y todo el mundo vio a aquel arrogante perdonavidas huir aterrado en “la vaca sagrada”.
De ahí que no sea difícil comprobar que la revolución bolivariana sea una revolución de ideas muertas. El “Patria, socialismo o muerte” que ya sólo repiten los militares porque no les queda otro remedio, es una consigna muerta. Todo lo que propone la revolución ya fue desechado por la historia.
La guerra contra la propiedad privada. La estatización de la economía. Una ley de educación que se mantiene en la clandestinidad porque temen la reacción de la gente. Una ley electoral discriminatoria, destinada a consagrar la inequidad entre los venezolanos y a combatir el pluralismo.
¿Era, acaso, fatal que la revolución bolivariana terminara en lo que ahora vemos, en un gigantesco aparato represivo que en todas partes descubre conspiraciones, enemigos, complots? ¿Una revolución que fue de mentira en mentira, que en un momento se llamó “humanista”, para terminar en la revolución de los “delitos mediáticos”? O sea, la revolución de las ideas muertas. Nadie podrá nunca contra los “papeles torpes y sediciosos”. ¿Cómo volver a prohibir los Derechos del hombre y del ciudadano? Si las prohibiciones detuvieran la historia, estaría reinando Fernando VII.
SIMON ALBERTO CONSALVI
sconsalvi@el-nacional.com
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