Publicado el 30 de August, 2008 en Columnistas, Internacional,
La experimentada educadora venezolana (doctorados, conferencias, proyectos realizados y otros realizándose) me dice entre café y café: “Cada vez que habla yo me siento ofendida”. Y agrega: “Mi hija se sintió muy ofendida cuando dijo que cada venezolano debe aprender a manejar un arma o tener una. Dijo que prefería no ver más a sus hijos antes que verlos con un arma”.
Desde ese momento cargo conmigo la palabra ofensa y he aquí que la única manera de exorcizarla es escribiendo. La condición de escritor me lleva primero a preguntarme sobre el origen de la palabra. Ofensa viene del griego eskándalo, tiene que ver con hacer tropezar y llevar a la víctima a una trampa. Me digo que la mayor ofensa del mundo antiguo fue el rapto de Helena, esposa de Menelao, por parte de París, con la consecuencia de la guerra de Troya. Aquí, y ante nuestros ojos, raptaron a Ἑλένη δημοκρατία que no es otra que nuestra Helena Democracia.
Me voy al campo de la moral y de la ética para determinar que ofensa en un daño al honor o a la dignidad. La ofensa puede tomar la forma de una burla, de un desprecio, de un insulto. En la ofensa hay injusticia y exige reparación. El ofensor es un deudor.
Me digo que el maniqueismo lleva al sectarismo ¿Por qué el cuerpo social venezolano no se da por ofendido? ¿Pueden los venezolanos borrar la realidad de la ofensa continua simplemente con un manotón? ¿Es que el horror tiene la extraña posibilidad de convertirse en parte de la cotidianeidad? Ciertamente que puede y lo hemos visto en todos los regímenes totalitarios. Lo que hacen los venezolanos que no se ofenden frente a la diatriba permanente es integrarse a una deformación cultural y convertirla en una especie de divertimento perverso. Lo vemos en la burla permanente que se hace de la ofensa, una que es un retorcimiento del espíritu que logra en lo sardónico evitar darse por ofendido. El escritor que soy recuerda la descripción de Roberto Bolaños en Un narrador en la intimidad donde se describe como alguien que siempre está luchando aunque sabe que siempre, haga lo que haga, será derrotado, pero se enfrenta a su oponente. Ofendido, agrego yo, por la sencilla razón de que con mi amiga plena de sabiduría educativa, yo sí reacciono ante la ofensa.
El abogado que también soy se da cuenta que, sin proponérselo, al titular “contexto de la ofensa”, está utilizando un término jurídico. Es la laxitud absoluta de los límites institucionales lo que permite el delito de la ofensa. Me pregunto sobre la pena a este delito, uno que no requiere de prueba. Esta ofensa objetiva, pues está en todos los discursos, o en forma de insulto o en forma de burla, no puede ser llevada a los tribunales de la justicia ordinaria y no quiero caer en la rimbombante expresión del “tribunal de la historia”. No hay otro tribunal que aquél que definiremos como el de los que se sienten ofendidos y cobran la afrenta mediante su incorporación a la propia jerarquía existencial y piensan en un proyecto de vida sin que el máximo representante del Estado ofenda. Se trata de pertenecer a un territorio donde se está dispuesto a dar una lucha por vencer a la ofensa y al ofensor no permitiendo que la ofensa se haga parte de la cotidianeidad hasta el grado de no percibirla.
Vivimos en el territorio de la violencia que impone el ofensor y los venezolanos parecen no darse cuenta que se requiere una medicina. Quienes no se ofenden son cómplices. No ver la ofensa pasa a ser un ejercicio del día a día. Podemos entonces hablar de un cuerpo social ajurídico, amoral, enfermo.
En el plano de la ética filosófíca-jurídica-política se requiere una pena para la trasgresión llamada ofensa que va sobre los valores sociales y que conforme al Derecho Natural es menester preservar para el bienestar de los hombres. Como no estamos en el campo del Derecho Penal hay que ir a lo ético, a lo axiológico, y concluir que el terror de la ofensa terminará cuando los venezolanos se den por ofendidos, cuando cambien la intromisión normalizada de la ofensa en sus vidas cotidianas por la reacción airada del agredido.
Estamos en un terreno extrajurídico, porque el ofensor ha violado todo ordenamiento con saña. Estamos en el territorio de los valores que los venezolanos deben rescatar. La pena que debemos imponer al trasgresor es impedirle que actúe en la comisión de su delito.
Salimos entonces de las consideraciones jurídicas para entrar de lleno en las consideraciones políticas. La condición política para salir del estado de violencia es la determinación de no permitirla más. Cuando un cuerpo social decide no autorizar la injuria, la burla torpe y descabellada, la ofensa, llegamos al territorio del reclamo moral que no es otro que la solicitud de justicia. Ese estado moral es la plataforma desde la cual se construyen las alternativas políticas frente al régimen ofensor.
Los venezolanos contestan la ofensa con burlas en la intimidad de la protección representada por familia y amigos. Los venezolanos se muestran gente de bien recurriendo al derecho cuando derecho no hay, cuando Estado de Derecho no hay, y llenan así, a la justicia perforada por el poder, de demandas que invariablemente son resueltas en contrario. Los venezolanos se aferran, por cobardía o por convicciones, a procedimientos democráticos formales para evitar la injuria insostenible de “golpìstas, “oligarcas”, escuálidos”. Los venezolanos miran al exterior en procura de ayuda desconociendo absolutamente las realidades de la política internacional. Sucede que los venezolanos han estado olvidando, o, tal vez escondiendo en los pliegues del recule, el asunto fundamental: toda resistencia política tiene una base moral, una base de defensa de la dignidad propia y que se puede resumir diciendo “no permito más las ofensas diarias de Chávez, las burlas de Chávez, los delitos éticos de Chávez”. Cuando los venezolanos decidan darse por ofendidos, cuando se sientan ofendidos frente al ofensor-agresor, entonces comenzará el fin de la pesadilla, porque la traducción de la resistencia moral a acciones políticas concretas será tan transparente y fluida como el agua y no será necesario que este ciudadano en ejercicio de lo político les recuerde que están siendo ofendidos.
Autor: Teódulo López Meléndez
La experimentada educadora venezolana (doctorados, conferencias, proyectos realizados y otros realizándose) me dice entre café y café: “Cada vez que habla yo me siento ofendida”. Y agrega: “Mi hija se sintió muy ofendida cuando dijo que cada venezolano debe aprender a manejar un arma o tener una. Dijo que prefería no ver más a sus hijos antes que verlos con un arma”.
Desde ese momento cargo conmigo la palabra ofensa y he aquí que la única manera de exorcizarla es escribiendo. La condición de escritor me lleva primero a preguntarme sobre el origen de la palabra. Ofensa viene del griego eskándalo, tiene que ver con hacer tropezar y llevar a la víctima a una trampa. Me digo que la mayor ofensa del mundo antiguo fue el rapto de Helena, esposa de Menelao, por parte de París, con la consecuencia de la guerra de Troya. Aquí, y ante nuestros ojos, raptaron a Ἑλένη δημοκρατία que no es otra que nuestra Helena Democracia.
Me voy al campo de la moral y de la ética para determinar que ofensa en un daño al honor o a la dignidad. La ofensa puede tomar la forma de una burla, de un desprecio, de un insulto. En la ofensa hay injusticia y exige reparación. El ofensor es un deudor.
Me digo que el maniqueismo lleva al sectarismo ¿Por qué el cuerpo social venezolano no se da por ofendido? ¿Pueden los venezolanos borrar la realidad de la ofensa continua simplemente con un manotón? ¿Es que el horror tiene la extraña posibilidad de convertirse en parte de la cotidianeidad? Ciertamente que puede y lo hemos visto en todos los regímenes totalitarios. Lo que hacen los venezolanos que no se ofenden frente a la diatriba permanente es integrarse a una deformación cultural y convertirla en una especie de divertimento perverso. Lo vemos en la burla permanente que se hace de la ofensa, una que es un retorcimiento del espíritu que logra en lo sardónico evitar darse por ofendido. El escritor que soy recuerda la descripción de Roberto Bolaños en Un narrador en la intimidad donde se describe como alguien que siempre está luchando aunque sabe que siempre, haga lo que haga, será derrotado, pero se enfrenta a su oponente. Ofendido, agrego yo, por la sencilla razón de que con mi amiga plena de sabiduría educativa, yo sí reacciono ante la ofensa.
El abogado que también soy se da cuenta que, sin proponérselo, al titular “contexto de la ofensa”, está utilizando un término jurídico. Es la laxitud absoluta de los límites institucionales lo que permite el delito de la ofensa. Me pregunto sobre la pena a este delito, uno que no requiere de prueba. Esta ofensa objetiva, pues está en todos los discursos, o en forma de insulto o en forma de burla, no puede ser llevada a los tribunales de la justicia ordinaria y no quiero caer en la rimbombante expresión del “tribunal de la historia”. No hay otro tribunal que aquél que definiremos como el de los que se sienten ofendidos y cobran la afrenta mediante su incorporación a la propia jerarquía existencial y piensan en un proyecto de vida sin que el máximo representante del Estado ofenda. Se trata de pertenecer a un territorio donde se está dispuesto a dar una lucha por vencer a la ofensa y al ofensor no permitiendo que la ofensa se haga parte de la cotidianeidad hasta el grado de no percibirla.
Vivimos en el territorio de la violencia que impone el ofensor y los venezolanos parecen no darse cuenta que se requiere una medicina. Quienes no se ofenden son cómplices. No ver la ofensa pasa a ser un ejercicio del día a día. Podemos entonces hablar de un cuerpo social ajurídico, amoral, enfermo.
En el plano de la ética filosófíca-jurídica-política se requiere una pena para la trasgresión llamada ofensa que va sobre los valores sociales y que conforme al Derecho Natural es menester preservar para el bienestar de los hombres. Como no estamos en el campo del Derecho Penal hay que ir a lo ético, a lo axiológico, y concluir que el terror de la ofensa terminará cuando los venezolanos se den por ofendidos, cuando cambien la intromisión normalizada de la ofensa en sus vidas cotidianas por la reacción airada del agredido.
Estamos en un terreno extrajurídico, porque el ofensor ha violado todo ordenamiento con saña. Estamos en el territorio de los valores que los venezolanos deben rescatar. La pena que debemos imponer al trasgresor es impedirle que actúe en la comisión de su delito.
Salimos entonces de las consideraciones jurídicas para entrar de lleno en las consideraciones políticas. La condición política para salir del estado de violencia es la determinación de no permitirla más. Cuando un cuerpo social decide no autorizar la injuria, la burla torpe y descabellada, la ofensa, llegamos al territorio del reclamo moral que no es otro que la solicitud de justicia. Ese estado moral es la plataforma desde la cual se construyen las alternativas políticas frente al régimen ofensor.
Los venezolanos contestan la ofensa con burlas en la intimidad de la protección representada por familia y amigos. Los venezolanos se muestran gente de bien recurriendo al derecho cuando derecho no hay, cuando Estado de Derecho no hay, y llenan así, a la justicia perforada por el poder, de demandas que invariablemente son resueltas en contrario. Los venezolanos se aferran, por cobardía o por convicciones, a procedimientos democráticos formales para evitar la injuria insostenible de “golpìstas, “oligarcas”, escuálidos”. Los venezolanos miran al exterior en procura de ayuda desconociendo absolutamente las realidades de la política internacional. Sucede que los venezolanos han estado olvidando, o, tal vez escondiendo en los pliegues del recule, el asunto fundamental: toda resistencia política tiene una base moral, una base de defensa de la dignidad propia y que se puede resumir diciendo “no permito más las ofensas diarias de Chávez, las burlas de Chávez, los delitos éticos de Chávez”. Cuando los venezolanos decidan darse por ofendidos, cuando se sientan ofendidos frente al ofensor-agresor, entonces comenzará el fin de la pesadilla, porque la traducción de la resistencia moral a acciones políticas concretas será tan transparente y fluida como el agua y no será necesario que este ciudadano en ejercicio de lo político les recuerde que están siendo ofendidos.
Autor: Teódulo López Meléndez
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