martes, 19 de agosto de 2008

*CARLOS ALBERTO MONTANER ESCRIBIÓ “RUSIA Y LA OPORTUNIDAD PERDIDA.”


*CARLOS ALBERTO MONTANER ESCRIBIÓ “RUSIA Y LA OPORTUNIDAD PERDIDA.”


Hace casi 20 años, cuando la URSS se tambaleaba, conversé con Boris Yeltsin y saqué dos conclusiones curiosas: le gustaba tomar vodka en las mañanas y había perdido toda su fe en el comunismo. Nunca supe si el alcohol, al revés de lo que suele ocurrir, le aclaraba el razonamiento, pero es posible. Era más brillante y alegre que sobrio. En aquella época, su mayor preocupación era que el KGB lo ejecutara paralizándole el corazón por medio de unas ondas especiales que emitía un arma secreta. Yo me empeñaba en hablar de la perestroika y él de su temor a que lo asesinaran. Tal vez era comprensible.

Poco tiempo después, cuando ya Yeltsin mandaba en el Kremlin, me entrevisté con Andrei Kozyrev, su ministro de Relaciones Exteriores, para hablar, esencialmente, de Cuba. Kozyrev, un diplomático de carrera, me pareció una persona mucho más sensata, educada e inteligente que su jefe. Se había rodeado de un magnífico equipo y participaba de una convicción entonces muy generalizada en el país: había que liberar a Rusia del peso terrible de la Unión Soviética. La cruzada internacional por conquistar nuevos territorios dentro del escenario de la guerra fría había ahogado las posibilidades de desarrollo.

Colgar del presupuesto de Moscú a líderes aventureros e incapaces, incontrolablemente pedigüeños y pésimos administradores, como Fidel Castro, el etíope Mengistu o el nicaragüense Daniel Ortega, en gran medida había provocado el colapso financiero del imperio soviético. En ese momento el déficit nacional ascendía a unos ochenta mil millones de dólares. Sólo el subsidio a Cuba en los treinta años de padrinazgo había excedido los cien mil millones de dólares. Era la primera vez que las colonias saqueaban y arruinaban a la metrópolis.

Entre los reformistas cercanos a Kozirev, junto a la certeza de que la conquista del planeta había sido una empresa demasiado costosa y contraproducente, se había abierto paso otra idea clave: no había que combatir a Occidente, sino abrazarlo, imitarlo, invitarlo a invertir, y competir dentro de las reglas del juego del capitalismo de mercado. Aquellos diplomáticos entendían que Rusia no tenía por qué convertirse en contrapeso de nada, ni jugar a una bipolaridad que sólo podía traerle conflictos y pobreza al país. Al fin y al cabo, Rusia era la nación más grande de Occidente, la tercera Roma --la segunda había sido Constantinopla-- y no tenía sentido adoptar una actitud de hostilidad contra un mundo que era tan de ellos como de Francia o Inglaterra.

Todo esto viene a cuento de la actitud de Rusia en el conflicto entre Georgia y Osetia del Sur. Es muy probable que el presidente georgiano Mijail Saakashvili haya actuado temerariamente al atacar en su afán de reconquistar ese territorio, pero parece evidente que Moscú estaba esperando la oportunidad para darle un zarpazo. El movimiento de tropas de Georgia comenzó el 8 de agosto. El 20 de julio, 19 días antes, ya los rusos conocían los planes de Saakashvili y habían desatado una guerra cibernética encaminada a desmantelar las comunicaciones por internet del borrascoso país vecino. Era una magnífica coyuntura para propinarle un escarmiento a los georgianos y al resto del mundo, y muy especialmente a Estados Unidos que apadrinaba el ingreso de Georgia en la OTAN.

Mi impresión es que Estados Unidos y Europa (por incapacidad y por padecer una penosa cortedad de miras) perdieron una excelente oportunidad de fomentar el espasmo occidentalista de Rusia ocurrido tras la desaparición de la URSS. Aquél fue un momento mágico para apostar por una de las dos fuerzas contrarias que desde el siglo XVIII pugnan en la sociedad rusa: una (tal vez la más débil) que se asocia a Occidente y suscribe la pasión por el progreso y la modernidad, y la otra, más oscura, perniciosamente nacionalista, con un peligroso tinte de paranoia, que sospecha de cualquier influencia extranjera y trata a los demás países como enemigos potenciales. Esa parece ser la Rusia que hoy prevalece de la mano del tándem Medvedev-Putin y a la que apoya la mayoría de la población.

¿Puede la diplomacia occidental tratar de revertir esta tendencia?

No sé: me temo que el presidente Bush carece de la refinada visión que requeriría un esfuerzo de ese tipo, mientras en Europa, muy dividida y sin una cabeza visible, tratan de apaciguar a Rusia, no de sentarla a la mesa a compartir el festín. Por este camino vamos, otra vez, a una nueva y absurda variante de la guerra fría.

Carlos Alberto Montaner

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