*ANTONIO SÁNCHEZ GARCÍA ESCRIBIÓ: “HUGO CHAVEZ Y MICHELLE BACHELET UNA RELACIÓN PROBLEMÁTICA”
(Revista ZETA, viernes 23 de mayo de 2008)
(Revista ZETA, viernes 23 de mayo de 2008)
"Hugo Chávez dejó de ser un problema para los venezolanos. Y también para los chilenos. Ya es un grave, un ineludible problema regional. Le guste o no le guste al Sr. Insulza: más temprano que tarde la Carta Democrática de la OEA deberá ser enviada en un sobre azul al teniente coronel de nuestros tormentos. Mientras antes, menos serán los daños causados. "
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Bien hubiera querido el Presidente de la República haber vencido el 2 de diciembre y, sentado sobre un Poder vitalicio, pasar la historia de la república por las horcas caudinas de sus censores. Gran Inquisidor, como todos los autócratas, hubiera deseado lo que un Mandarin chino hace más de dos milenios: quemar la memoria histórica de su reinado y construir una gigantesca muralla para aislarnos de todo contacto con las grandes corrientes modernizadoras de la humanidad.
Tarea no por imposible menos manoseada. Como para Fidel Castro la historia de Cuba comienza al anochecer del 26 de Julio de 1953, para Hugo Chávez debió haber comenzado un 4 de febrero de 1992. Ante intento tan inútil cuanto soberbio y vanidoso, habría que responderle parafraseando a don Juan Zorrilla: “los muertos que vos matasteis, gozan de buena salud”.
Dos de ellos, los fantasmas del canónigo santiaguino José Joaquín Cortés de Madariaga y del polígrafo caraqueño Andrés Bello insisten en poner las cosas en su sitio. Venezuela no hubiera sido independiente sin el magnífico gesto del canónigo. Chile jamás hubiera alcanzado las alturas de una potencia continental sin el indeleble influjo de Andrés Bello.
La consanguinidad no termina ahí. Para Bolívar, escéptico y conservador al borde de su muerte, como insiste en desconocerlo el teniente coronel Hugo Chávez, Chile parecía ser la única república con atisbos de futuro y modernidad. Era una sociedad suficientemente disciplinada y austera como para lograrlo. Venezuela y las restantes repúblicas, en cambio, demasiado anárquicas y alebrestadas como para asumir sus destinos. Es a fines de 1830: la América independiente chapotea en el caos, la anarquía y la disolución mientras Chile, solitaria en el intento, se enrumba por la senda de la responsabilidad, el estadismo y la grandeza republicana.
No ha cesado el fructífero intercambio de influjos y efectos en estos dos siglos de vida republicana. Chile, fiel al dictado de su himno nacional, sería “la tumba de los libres o el asilo contra la opresión”. Allí moriría Valmore Rodríguez, presidente in pectore de una Venezuela que sufría el desgarramiento del exilio, mientras encontrarían inolvidable refugio grandes figuras de la vida política y cultural de la Venezuela desencajada por esa enfermedad endémica y pertinaz llamada caudillismo militarista: Rómulo pasaría lo mejor de su joven madurez junto a Salvador Allende, ambos empinándose apenas por la treintena. Vivían en el mismo edificio sito en la calle Victoria Subercaseaux 181, en el que vivían, además, personajes como Manuel Mandujano, Carlos Briones, Hernán Santa Cruz, Armando Mallet, Víctor Jaque y Rolando Merino, entre muchos otros futuros próceres de la democracia chilena. Allende solía entonces comenzar el día practicando boxeo con Rómulo y con un ex boxeador chileno, Tulio Salinas, el famoso ‘Chicharra’.
La historia no termina de tejer sus causas y sus azares: Hernán Santa Cruz, uno de los más destacados diplomáticos del Chile de la segunda mitad del pasado siglo, sería mi tío político. En mi biblioteca reposan obras fundamentales de la historia de Chile y Venezuela que pertenecieran a la biblioteca caraqueña de Manuel Mandujano. Ambos marcados por una profunda vinculación con la Venezuela de Rómulo, de Miguel Otero Silva, de Jaime Lusinchi, de tantos y tantos venezolanos, entre los cuales - ¿por qué no volver a decirlo? – de José Vicente Rangel, vinculado por sangre y afecto indeleble con el Chile profundamente parlamentarista, civilista y democrático, al que asistiéramos con nuestras esposas, la suya chilena, la mía venezolana, a la histórica e inolvidable asunción de mando de don Patricio Aylwin invitados por el presidente constitucional de Venezuela, Carlos Andrés Pérez.
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De modo que entre Chile y Venezuela fluye subterránea una dialéctica de sangre política y comunidad de destinos que todos quisiéramos fructífero e indestructible. Ello explica la espontánea e inmediata asistencia con que la hermana Venezuela corriera en auxilio de la violada y mal herida democracia chilena. La primera embajada que se abrió a los perseguidos por la felonía militarista fue la del presidente Rafael Caldera, quien sin dudar un segundo puso la vida de su nación al servicio de los perseguidos por la dictadura. Su gesto permanece imborrable en la memoria de los chilenos de buen corazón, que no olvidan ni permiten los mordiscos de la ingratitud. El primer avión que aterrizó en Santiago a socorrer no sólo a sus connacionales sino a quienes lo requiriesen perteneció a la Fuerza Aérea Venezolana. Me enorgullece haber conducido de manera clandestina a mis compañeros extranjeros que corrían peligro de un fusilamiento inmediato a asilarse en la embajada de Venezuela en Santiago.
¿Cómo pagar deudas insaldables como esa generosidad sin límites ni medida de que hicieran gala los venezolanos de toda suerte y condición política para con los demócratas chilenos perseguidos, abriendo sus universidades, sus ministerios, sus hospitales y sus centros laborales a quien tuviera la fortuna de llegar a nuestro país en tiempos de Rafael Caldera, de Carlos Andrés Pérez, de Luis Herrera Campins, de Jaime Lusinchi? Suena inelegante señalarlo, pero desde José Miguel Insulza hasta Aniceto Rodríguez y desde los militantes de la Democracia Cristiana , el Partido Radical, el Partido Socialista, el MAPU y el MIR chilenos hasta los del Partido Comunista, cuyo Secretario General fue rescatado gracias a la acción del canciller del entonces presidente de Venezuela, Carlos Andrés Pérez, son miles los deudores de un país maravilloso llamado Venezuela. Por desgracia, hoy extraviado entre las tinieblas del militarismo caudillesco y autocrático que muerde sus carnes con una ferocidad de viejo cuño.
Es el contexto que enmarca las relaciones bilaterales entre el gobierno de la Sra. Michelle Bachelet y el Sr. Hugo Rafael Chávez Frías. Una doctora socialista y un teniente coronel de ejército. Una relación cordial - ¿por qué habría de no serlo, cuando lo cortés no quita lo valiente? – pero recargada de distanciamiento, de desconfianza y de controversiales silencios. Michelle Bachelet debe experimentar la tensión de ser una gobernante medularmente democrática y de izquierda que ha sufrido en carne propia las iniquidades del militarismo autocrático, con sus obligaciones hacia un continente que no termina por saldar sus deudas con una visión retrógrada de un populismo visceral, decimonónico, estatólatra e izquierdizante. Precisamente a la cabeza de una Nación que gracias a sus telúricos embates ha sabido zafarse del mal del estatismo, volviéndose hacia un liberalismo económico y una amplitud de miras que la ha situado en la vanguardia de la modernidad latinoamericana.
Puede que esta tensión explique cierta incomodidad en la relación de la reservada y sobria presidenta socialista sureña con el desenfadado y fabulador presidente venezolano. Quiso respaldarlo cuando postulara el nombre de Venezuela para ocupar una vacante en el Consejo de Seguridad de la ONU , pero debió rendirse a la Realpolitik. Sus aliados de la DC se lo impidieron de plano. Luego rechazó cortés pero tajantemente la ayuda en petróleo gratuito para el sistema de tránsito de Santiago ofrecida por Chávez, dándole de paso una discreta pero inolvidable lección al alcalde de Londres, que sin necesitarlo estiró la mano. Pagó muy pronto el innoble gesto con la derrota electoral de su partido. Michelle Bachelet marcó distancias y fue tan lejos como le fuera diplomáticamente posible cuando Hugo Chávez pisoteara las normas de buen comportamiento hacia su anfitriona durante su polémica y abusiva presencia en la Cumbre de Santiago de Chile. La vez en que Chávez cosechara el mayor reparo dado por monarca alguno en la historia de las relaciones iberoamericanas.
El caso de las computadoras vuelve a poner en juego la estabilidad de las relaciones diplomática entre Michelle Bachelet y Hugo Chávez. La firme e inequívoca protesta chilena contra las descalificaciones de este último a las más altas instancias de INTERPOL, ocupadas entre otros por un policía chileno, vuelve a plantear el espinudo problema que enfrentan no sólo el gobierno y la diplomacia chilenas, sino todas las cancillerías de la región: ¿qué hacer con un presidente de una nación que de hallarse en Europa o en Asia ya hubiera sido declarado forajido y rebajado al rango de un paria de la comunidad de naciones? No lo digo yo: lo dijo el editorial del Washington Post el 18 de mayo pasado.
Pues Hugo Chávez dejó de ser un problema para los venezolanos. Y también para los chilenos. Ya es un grave, un ineludible problema regional. Le guste o no le guste al Sr. Insulza: más temprano que tarde la Carta Democrática de la OEA deberá ser enviada en un sobre azul al teniente coronel de nuestros tormentos. Mientras antes, menos serán los daños causados.
1
Bien hubiera querido el Presidente de la República haber vencido el 2 de diciembre y, sentado sobre un Poder vitalicio, pasar la historia de la república por las horcas caudinas de sus censores. Gran Inquisidor, como todos los autócratas, hubiera deseado lo que un Mandarin chino hace más de dos milenios: quemar la memoria histórica de su reinado y construir una gigantesca muralla para aislarnos de todo contacto con las grandes corrientes modernizadoras de la humanidad.
Tarea no por imposible menos manoseada. Como para Fidel Castro la historia de Cuba comienza al anochecer del 26 de Julio de 1953, para Hugo Chávez debió haber comenzado un 4 de febrero de 1992. Ante intento tan inútil cuanto soberbio y vanidoso, habría que responderle parafraseando a don Juan Zorrilla: “los muertos que vos matasteis, gozan de buena salud”.
Dos de ellos, los fantasmas del canónigo santiaguino José Joaquín Cortés de Madariaga y del polígrafo caraqueño Andrés Bello insisten en poner las cosas en su sitio. Venezuela no hubiera sido independiente sin el magnífico gesto del canónigo. Chile jamás hubiera alcanzado las alturas de una potencia continental sin el indeleble influjo de Andrés Bello.
La consanguinidad no termina ahí. Para Bolívar, escéptico y conservador al borde de su muerte, como insiste en desconocerlo el teniente coronel Hugo Chávez, Chile parecía ser la única república con atisbos de futuro y modernidad. Era una sociedad suficientemente disciplinada y austera como para lograrlo. Venezuela y las restantes repúblicas, en cambio, demasiado anárquicas y alebrestadas como para asumir sus destinos. Es a fines de 1830: la América independiente chapotea en el caos, la anarquía y la disolución mientras Chile, solitaria en el intento, se enrumba por la senda de la responsabilidad, el estadismo y la grandeza republicana.
No ha cesado el fructífero intercambio de influjos y efectos en estos dos siglos de vida republicana. Chile, fiel al dictado de su himno nacional, sería “la tumba de los libres o el asilo contra la opresión”. Allí moriría Valmore Rodríguez, presidente in pectore de una Venezuela que sufría el desgarramiento del exilio, mientras encontrarían inolvidable refugio grandes figuras de la vida política y cultural de la Venezuela desencajada por esa enfermedad endémica y pertinaz llamada caudillismo militarista: Rómulo pasaría lo mejor de su joven madurez junto a Salvador Allende, ambos empinándose apenas por la treintena. Vivían en el mismo edificio sito en la calle Victoria Subercaseaux 181, en el que vivían, además, personajes como Manuel Mandujano, Carlos Briones, Hernán Santa Cruz, Armando Mallet, Víctor Jaque y Rolando Merino, entre muchos otros futuros próceres de la democracia chilena. Allende solía entonces comenzar el día practicando boxeo con Rómulo y con un ex boxeador chileno, Tulio Salinas, el famoso ‘Chicharra’.
La historia no termina de tejer sus causas y sus azares: Hernán Santa Cruz, uno de los más destacados diplomáticos del Chile de la segunda mitad del pasado siglo, sería mi tío político. En mi biblioteca reposan obras fundamentales de la historia de Chile y Venezuela que pertenecieran a la biblioteca caraqueña de Manuel Mandujano. Ambos marcados por una profunda vinculación con la Venezuela de Rómulo, de Miguel Otero Silva, de Jaime Lusinchi, de tantos y tantos venezolanos, entre los cuales - ¿por qué no volver a decirlo? – de José Vicente Rangel, vinculado por sangre y afecto indeleble con el Chile profundamente parlamentarista, civilista y democrático, al que asistiéramos con nuestras esposas, la suya chilena, la mía venezolana, a la histórica e inolvidable asunción de mando de don Patricio Aylwin invitados por el presidente constitucional de Venezuela, Carlos Andrés Pérez.
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De modo que entre Chile y Venezuela fluye subterránea una dialéctica de sangre política y comunidad de destinos que todos quisiéramos fructífero e indestructible. Ello explica la espontánea e inmediata asistencia con que la hermana Venezuela corriera en auxilio de la violada y mal herida democracia chilena. La primera embajada que se abrió a los perseguidos por la felonía militarista fue la del presidente Rafael Caldera, quien sin dudar un segundo puso la vida de su nación al servicio de los perseguidos por la dictadura. Su gesto permanece imborrable en la memoria de los chilenos de buen corazón, que no olvidan ni permiten los mordiscos de la ingratitud. El primer avión que aterrizó en Santiago a socorrer no sólo a sus connacionales sino a quienes lo requiriesen perteneció a la Fuerza Aérea Venezolana. Me enorgullece haber conducido de manera clandestina a mis compañeros extranjeros que corrían peligro de un fusilamiento inmediato a asilarse en la embajada de Venezuela en Santiago.
¿Cómo pagar deudas insaldables como esa generosidad sin límites ni medida de que hicieran gala los venezolanos de toda suerte y condición política para con los demócratas chilenos perseguidos, abriendo sus universidades, sus ministerios, sus hospitales y sus centros laborales a quien tuviera la fortuna de llegar a nuestro país en tiempos de Rafael Caldera, de Carlos Andrés Pérez, de Luis Herrera Campins, de Jaime Lusinchi? Suena inelegante señalarlo, pero desde José Miguel Insulza hasta Aniceto Rodríguez y desde los militantes de la Democracia Cristiana , el Partido Radical, el Partido Socialista, el MAPU y el MIR chilenos hasta los del Partido Comunista, cuyo Secretario General fue rescatado gracias a la acción del canciller del entonces presidente de Venezuela, Carlos Andrés Pérez, son miles los deudores de un país maravilloso llamado Venezuela. Por desgracia, hoy extraviado entre las tinieblas del militarismo caudillesco y autocrático que muerde sus carnes con una ferocidad de viejo cuño.
Es el contexto que enmarca las relaciones bilaterales entre el gobierno de la Sra. Michelle Bachelet y el Sr. Hugo Rafael Chávez Frías. Una doctora socialista y un teniente coronel de ejército. Una relación cordial - ¿por qué habría de no serlo, cuando lo cortés no quita lo valiente? – pero recargada de distanciamiento, de desconfianza y de controversiales silencios. Michelle Bachelet debe experimentar la tensión de ser una gobernante medularmente democrática y de izquierda que ha sufrido en carne propia las iniquidades del militarismo autocrático, con sus obligaciones hacia un continente que no termina por saldar sus deudas con una visión retrógrada de un populismo visceral, decimonónico, estatólatra e izquierdizante. Precisamente a la cabeza de una Nación que gracias a sus telúricos embates ha sabido zafarse del mal del estatismo, volviéndose hacia un liberalismo económico y una amplitud de miras que la ha situado en la vanguardia de la modernidad latinoamericana.
Puede que esta tensión explique cierta incomodidad en la relación de la reservada y sobria presidenta socialista sureña con el desenfadado y fabulador presidente venezolano. Quiso respaldarlo cuando postulara el nombre de Venezuela para ocupar una vacante en el Consejo de Seguridad de la ONU , pero debió rendirse a la Realpolitik. Sus aliados de la DC se lo impidieron de plano. Luego rechazó cortés pero tajantemente la ayuda en petróleo gratuito para el sistema de tránsito de Santiago ofrecida por Chávez, dándole de paso una discreta pero inolvidable lección al alcalde de Londres, que sin necesitarlo estiró la mano. Pagó muy pronto el innoble gesto con la derrota electoral de su partido. Michelle Bachelet marcó distancias y fue tan lejos como le fuera diplomáticamente posible cuando Hugo Chávez pisoteara las normas de buen comportamiento hacia su anfitriona durante su polémica y abusiva presencia en la Cumbre de Santiago de Chile. La vez en que Chávez cosechara el mayor reparo dado por monarca alguno en la historia de las relaciones iberoamericanas.
El caso de las computadoras vuelve a poner en juego la estabilidad de las relaciones diplomática entre Michelle Bachelet y Hugo Chávez. La firme e inequívoca protesta chilena contra las descalificaciones de este último a las más altas instancias de INTERPOL, ocupadas entre otros por un policía chileno, vuelve a plantear el espinudo problema que enfrentan no sólo el gobierno y la diplomacia chilenas, sino todas las cancillerías de la región: ¿qué hacer con un presidente de una nación que de hallarse en Europa o en Asia ya hubiera sido declarado forajido y rebajado al rango de un paria de la comunidad de naciones? No lo digo yo: lo dijo el editorial del Washington Post el 18 de mayo pasado.
Pues Hugo Chávez dejó de ser un problema para los venezolanos. Y también para los chilenos. Ya es un grave, un ineludible problema regional. Le guste o no le guste al Sr. Insulza: más temprano que tarde la Carta Democrática de la OEA deberá ser enviada en un sobre azul al teniente coronel de nuestros tormentos. Mientras antes, menos serán los daños causados.
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