domingo, 20 de abril de 2008

*MOISÉS NAIM, 1990: “ES HORA DE COMENZAR A SER CIUDADANOS”


*MOISÉS NAIM, 1990: “ES HORA DE COMENZAR A SER CIUDADANOS”


Es una oportunidad de hablar de la necesidad de comenzar a utilizar ya, y de manera más intensa que nunca antes, el arma más poderosa que tenemos. Me refiero a que gente como ustedes tiene un inusitado potencial para comenzar a ser ciudadanos de esta país. Esa es un arma aún poco utilizada entre nosotros.

Como sabemos, en Venezuela tenemos más de 20 millones de habitantes. Ciudadanos, sin embargo, hay muchísimos menos. Y es que no es lo mismo ser ciudadano que ser habitante de un país. Es una vigésima idea de Tocqueville. Habitante puede ser cualquiera, ser ciudadano, en cambio, requiere ciertas cualidades.

Según el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, ciudadano no sólo es quien tiene derechos políticos en un determinado país. Eso no basta. Para ser promovido de mero habitante o morador de una localidad a ciudadano, el diccionario indica que además la persona debe ejercitar esos derechos interviniendo sobre el gobierno de su país.

Fíjense que el requisito no es participar en el gobierno, o tener un cargo público o ser elegido. El requisito es ejercer derechos, interviniendo. Seguramente les sorprende, como me sorpendió a mi cuando vi el diccionario, que la Academia enfatiza los derechos y no menciona los deberes; es evidente que para la Academia es redundante mencionarlos a ambos porque, por más que se trate, a la larga, es imposible retener derechos sin cumplir deberes.

Pero lo que fue aún más interesante fue descubrir que uno de los significados que le da este diccionario a la palabra ciudadano es "hombre bueno" . . . Así, tan sencillo como eso.. "hombre bueno". Esto me trajo a la mente una frase de Edmund Burke quien decía que la única condición para que prevalezcan las fuerzas del mal es que los hombres de bien no hagan nada.

Desde esta perspectiva, es más fácil entender y reconciliarse con situaciones casi intolerables que vivimos a diario en Venezuela y que actúan sobre muchos de nosotros como un revulsivo.

Si entendemos que situaciones como éstas emergen porque los hombres de bien, los ciudadanos, lo han permitido, comienza a resultar un tanto inútil mantener el torneo de acusaciones mutuas en las que se transforma toda discusión sobre los problemas de Venezuela y sus soluciones.

Desde esta perspectiva es más fácil preguntarse si, realmente, son los empresarios los únicos culpables de haberse dado durante muchos años mayor prioridad a hacerse amigos de políticos y funcionarios públicos que a tratar de ofrecer mejores productos o ser más eficientes. Los empresarios, aquí y en todas partes, responden a los incentivos y amenazas que les ofrece el ambiente donde se desenvuelvan. En Venezuela el ambiento los obligó por mucho tiempo a ser cortesanos de funcionarios públicos que tenían el poder de quebrarlos o de hacerlos muy ricos.

Es evidente que si muchos de nosotros nos hubiésemos comportado más como ciudadanos y menos como habitantes, quizá esta perversión no hubiese alcanzado los extremos a los que aquí llegó, culminando en el paroxismo que conocimos como Recadi. Hay que recapacitar sobre dónde deben reacaer las culpas de éste y otros problemas. Repito: para que el mal prevalezca sólo basta con que los buenos no hagan nada ¿Cómo condenar tan duramente a los políticos si, por tanto tiempo, nosotros, sus ciudadanos, los dejamos solos, sin exigirles, sin ayudarlos, sin acompañarlos?

Claro que muchos de ellos tienen características personales que hacen muy difícil acercárseles sin sentir cierta repugnancia, o sin estar dispuesto a ser cómplice de las transgresiones éticas a las que tan adictos se han vuelto. Pero también es verdad, y puedo dar fe de ello porque lo he constatado personalmente, que hay otros, no muchos es verdad, que son gente honesta, trabajadora y legítimamente comprometida con su trabajo.

De hecho, he desarrollado un enorme respeto por algunos de estos políticos -algunos de ellos muy poco apreciados por la sociedad- que si bien no son tan cosmopolitas como muchos de nuestros muy viajados gerentes o tan eruditos como algunos de nuestros muy críticos académicos, son personas que al menos todos los días intentan hacer algo para aliviar los problemas que nos agobian a todos. Pero los hemos dejado solos, entre otras razones porque hemos estado muy distraídos, actuando como meros habitantes sin derechos y sin responsabilidad por atender lo que, por ser de todos, sentimos como poco nuestro.

Es más que obvio que no está muy arraigada en Venezuela la sensación de propiedad, de pertenencia. De arraigo irreversible a un lugar y una cultura con la que se va a tener que vivir siempre y que, por lo tanto, es necesario cuidar. Hemos sido demasiado inquilinos y poco propietarios de nuestro propio país. Esta actitud de separación, de distancia para con el país, especialmente difundida entre los grupos sociales y profesionales que menos la deberían tener, no sólo se expresa en una pasmosa pasividad, sino que también ha llegado a ser parte de su lenguaje y de su estilo personal.

Es así como, desde hace un tiempo, individuos y grupos que deberían estar liderizando la transformación del país y la búsqueda de soluciones, más bien han desarrollado lo que se podría llamar "el síndrome del antropólogo". El antropólogo es el profesional que estudia otras culturas, describiendo sus costumbres y circunstancias. Lo hace visitando ocasionalmente estas culturas ajenas a él y las observa, conviviendo con sus habitantes, para después de un tiempo irse y opinar con distancia acerca de las conductas y características de pueblos exóticos. Resulta entonces que algunos de nuestros más talentosos y preparados habitantes han descubierto que es mucho más cómodo y –a corto plazo- menos riesgoso, comportarse como antropólogos que como ciudadanos. Que es mejor observar y describir con distancia el proceso de deterioro nacional que actuar para tratar de detenerlo; que es más divertido hablar mal de los políticos que serlo. Y, por supuesto, que criticar es importante, y ojalá que nunca perdamos ese derecho; pero no es malo recordar, de vez en cuando, el viejo adagio que mantiene que el hombre que dice que algo no se puede hacer, no debe interrumpir a quien está tratando de hacerlo.

Así, entre ciertos grupos sociales venezolanos se ha desarrollado una especial manera de hablar y razonar sobre lo que llamamos, con una mezcla de desdén y condescendencia, "este país". Es un tono que pretende evidenciar cierta objetividad, pero que, en el fondo, no es sino una manera de comunicar que no tenemos ninguna culpa de lo que aquí ha sucedido, que no sentimos mayor responsabilidad en participar personalmente en las soluciones y que, en fin, no tenemos nada que ver con este lastimoso circo que los periódicos nacionales se regodean en restregarnos en la cara cada mañana.

Nada garantiza más éxito y más atención en un programa de televisión, en una columna de prensa o en una simple conversación entre amigos, que entrar en un implacable ejercicio de autoflagelación acerca de Venezuela y los venezolanos. A veces, pareciera que el único consenso que hay entre quienes opinan sobre el país, es la imposibilidad de progresar a la que nos han condenado factores ajenos a nuestra actuación como individuos.

Así, entre nosotros se ha diseminado un auto-racismo muy peculiar. Es la actitud, muy común, según la cual la mezcla genética de los venezolanos, por el tipo de indios, negros y españoles que poblaron este territorio, impone límites insuperables al material humano con el que cuenta el país. Para otros, nuestra historia, nuestra geografía y las riquezas naturales nos han hecho irremediablemente holgazanes e incompetentes. Otros más bien enfatizan que la estructura social, económica y política del país -o dicho más crudamente: la miseria de los marginales; la voracidad de los grupos económicos; la corrupción de los cogollos; o una creativa combinación de estos tres factores- imponen restricciones formidables a cualquier esperanza de progreso en esta generación y quién sabe en cuántas más.

En todos los casos – e independientemente de los detalles- el diagnóstico básico es que estamos condenados a ser como somos hoy por factores profundamente arraigados en nuestra naturaleza y, sobre los cuales, es poco lo que puede hacer un ciudadano común. Es, en efecto, una actitud que tiene ciertos parecidos a la de un extranjero experto que viene de visita: observa, opina y se va, puesto que ésa no es ni su cultura, ni su país.

La diferencia, sin embargo, es que al experto no lde da vergüenza lo que describe; a muchos venezolanos si. Y es también de allí de donde sale ese distanciamiento. Esa necesidad de diferenciarse de lo que se describe con tan implacable desdén, es la necesidad de ocultar el hecho de que eso -que en el fondo es tan de uno- nos produce una insoportable mezcla de vergüenza y frustración.

Esta actitud de distanciamiento conduce inevitablemente a un profundo aislamiento y una apatía que, al fin y al cabo, no son sino respuestas naturales -y muy humanas- a problemas que son percibidos como demasiado grandes para ser enfrentados. No es sino la necesidad de evadir problemas, que ya se han hecho crónicos, cuya magnitud nos sobrecoge y para los cuales no hayamos mejor respuesta que hacernos los locos. Hacernos los locos y dedicarnos a lo nuestro; a lo más privado y personalmente nuestro: a la familia inmediata, al trabajo, a los amigos cercanos. Es así como la tendencia general es a concentrarse en atender lo individual y evadir lo colectivo. Esa evasión, sin embargo, puede ser fatal.

Martin Niemöller, pastor luterano que vivió en Alemania durante la Segunda Guerra Mundial, escribió lo siguiente: Primero vinieron por los comunistas y no dije nada porque yo no era comunista. Después, vinieron por los judíos y tampoco dije nada; yo no era judío. Luego vinieron por los sindicalistas y no dije nada porque yo no era sindicalista. También vinieron por los católicos y no dije nada porque yo era luterano. Después, vinieron por mi... Y, ya no quedaba nadie que pudiese decir algo por mi. Como se imaginarán, el pastor Niemöller terminó en un campo de concentración.

Es este tipo de adaptación fatal de las que nos tenemos que cuidar. Como individuos y como país. Tenemos que estar muy alertas y no permitir que la evasión y la pasividad, disfrazadas de tolerancia y flexibilidad, nos vayan llevando, poco a poco y casi sin darnos cuenta, a descubrir que estamos viviendo lo invivible y tolerando lo intolerable. A acomodarnos a situaciones y arreglos que dejan cada vez menos espacio para la libertad, la dignidad y la posibilidad de tener un país más próspero. El peligro, además, es que la evasión fatal suele conducir a una especie de retroceso fatal. Retroceso donde se llega a aceptar, sin demasiada alarma, que cualquier cosa es mejor de lo que se tiene y que hasta un cobarde e incompetente caudillo militar puede ser preferible a gobernantes democráticamente electos.

No debe haber reto mayor para la Venezuela de estos tiempos que romper con la apatía y la indiferencia hacia cualquier esfuerzo dirigido al bienestar colectivo. Y es aquí donde veo el inmenso potencial de gente como la que se gradúa esta noche, o en las demás noches como ésta que se han celebrado en este edificio. Al fin y al cabo, en los valores y actitudes que acompañan una formación como la que aquí se recibe, están las semillas de lo que, bajo ciertas condiciones, se puede transformar en un proceso antídoto contra esa adaptación fatal de la que he hablado. Son los valores y actitudes que definen instintos y conductas muy eficaces para solucionar problemas complejos y enfrentar situaciones de crisis.

Implican, entre otros, el insttinto de aprovechar las oportunidades que ofrecen las crisis y no dejarse abrumar por las amenazas y los peligros que ellas encierran. Implican, también, que es indispensable entender cuáles son las fuerzas ajenas a uno y sobre las cuales no se puede hacer nada; pero no con el ánimo de sentirse víctima de las circunstancias o buscar factores externos a quien echarle la culpa; sino más bien, con el fin de buscar cuáles son los intersticios que dejan espacios para la actuación individual.

Solucionar problemas con eficacia implica, además, el no permitir que la confusión, la gravedad, la falta de información o de tiempo para actuar lo paralice a uno. Más bien, la actitud es la de saber actuar entre la incertidumbre y la confusión e ir tanteando, equivocándose, frustrándose y seguir buscando, hasta ir vislumbrando un camino; camino que, por lo demás, es siempre sinuoso, lleno de intersecciones y muy poco alumbrado.

Finalmente, se sabe que quienes más efectivos son en enfrentar problemas, son aquellos que no lo hacen solos. Son quienes no se aíslan, que saben motivar a otros a participar del esfuerzo y que dominan el arte de trabajar en equipo y saben, por lo tanto, crear un ambiente de confianza y mutua solidaridad.

Cuán distinto sería nuestro país, si mucha más gente con estas actitudes y capacidades le dedicara un poco más de esfuerzo a lo que es de todos; al bien público. Insisto que para mi esto no necesariamente significa militar en un partido político o trabajar en el sector público.

Debo aclarar, sin embargo, que aunque la política y la administración pública son rutas profesionales, usualmente desdeñadas por muchos, son las que ofrecen más posibilidades de realización personal, de reto profesional y de aprendizaje que ninguna otra. Ningún trabajo que le ofrezcan a quienes en esta noche se gradúan, superará en angustias, frustraciones, peligros y retos, a lo que implica trabajar en el sector público o en la política; pero, ninguno les dará más satisfacciones o los hará sentir más orgullosos.

Por otra parte, confieso también que he hecho el ejercicio de soñar lo que podría ser Venezuela si más profesionales como los que ustedes representan, actúan dentro de los partidos políticos, el Congreso, los tribunales, o cualquiera de los Ministerios. Es un ejercicio que pone a dudar al más terco de los pesimistas. Entre otras cosas, porque es perfectamente razonable suponer que esta migración de profesionales competentes hacia el sector público va a ocurrir cada vez con más frecuencia y porque, en vista de la situación actual, cualquier progreso en esta dirección, por pequeño que sea, tiene efectos desproporcionadamente grandes y positivos.

En este sentido, nunca me ha dejado de impresionar el minúsculo tamaño del grupo de personas que en 1989 desencadenó uno de los más profundos cambios en la economía venezolana. También me ha llamado la atención lo poderoso que ha sido el efecto demostración que un pequeño grupo inicial ha tenido sobre la motivación de otras personas de gran talento, que jamás se hubiesen planteado la posibilidad de actuaciones públicas cargadas de peligros.

Pero el mensaje no es que para contribuir a creer que hay que trabajar en un ministerio, ser concejal, alcalde o diputado. Estas no son las únicas maneras de transformarse de habitante en ciudadano. Hay otras.

Imagínense que gente como ustedes, egresados del IESA o no, decida dedicar ocho horas al mes a hacer un esfuerzo, de cualquier tipo, que vaya dirigido a ayudar a otros, o a cuidar o mejorar lo que es de todos. Se que ocho horas al mes es muy poco tiempo, y se que, dado el cinismo reinante, puedo sonar como muy ingenuo o simplista. Pero no lo soy, y no lo soy porque se que, por más escaso que sea el tiempo que se le vaya a dedicar a estas iniciativas, siempre va a ser inconmensurablemente mayor que el tiempo que, en promedio, hoy en día le dedican los venezolanos a trabajar por el bien común. También se que, dado lo adictivas y gratificantes que son este tipo de iniciativas, y conociendo la naturaleza de quienes participan en ellas, al cabo de pocos meses muchos descubrirán que, casi sin darse cuenta, le están dedicando mucho más tiempo que el que habían pensado en dedicarle al principio. Las posiblidades de proyectos de esta naturaleza son tan vastas como la creatividad y la imaginación lo permitan.

El esfuerzo puede ir desde el adoptar una avenida o una escuela y ayudar en su mantenimiento, o promover una cooperativa de medicinas en un barrio, hasta organizar un movimiento público en apoyo a cualquier causa en la que se crea. Escribir en la prensa; participar; publicar remitidos defendiendo principios fundamentales o denunciando errores garrafales; promover organizaciones que le den a tantos venezolanos, hambnrientos de participación, la posibilidad de canalizar sus energías de manera democrática y eficaz; dar clases en la escuela de vecinos; evitar que un incompetente llegue a alcalde o a hasta presidente; en fin, dejar de actuar como espectador aburrido o hastiado de la obra que está viendo y atreverse a ser más protagonista.

Pero la verdad es que, a estas alturas, es menos importante el contenido específico del esfuerzo que lo que implica recuperar o asumir, por primera vez, el rol de ciudadano en el país que es de uno. Es, también, la única manera de reducir las posibilidades de las tendencias despóticas y totalitarias que, a pesar de todas las experiencias históricas, aún pululan entre nosotros, disfrazadas de cinismo y amparadas por la apatía y la indiferencia. A primera vista, pareciera que reunirse después del trabajo para ver cómo se puede contribuir con el hospital de niños o con la asociación de vecinos, no va a cambiar las grandes tendencias que definen el destino del país.

Sin embargo, la experiencia histórica, aún la más reciente en nuestro país y en otras partes, indica que son iniciativas como éstas, promovidas por pequeños grupos, las que han servido de base para desencadenar irreversibles proceso de cambio social y político. Y lo que ha sucedido recientemente en Venezuela nos debe servir a todos de experiencia. Recordando siempre, sin embargo que, como dijera Huxley, la experiencia no es lo que le sucede a una persona: es lo que la persona hace con lo que le sucede.

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