*EDITORIAL DE ANALÍTICA: “REVOLUCIÓN PRÊT-À-PORTER”
Miércoles, 23 de abril de 2008
En Venezuela se habla alegremente de revolución, imperialismo y neo liberalismo sin que los que aluden a estos conceptos sepan en realidad de que están hablando. Algunos, los más ingenuos, suponen que estamos presenciando la resurrección del Ave Fénix revolucionaria. Otros, los que mueven los hilos tras corrales, tampoco saben pero si tienen claro lo que quieren: la reimplantación de un modelo fracasado, pero que les garantiza la permanencia en el poder y el disfrute de sus mieles. Tienen un común denominador: la mediocridad ideológica. La armazón conceptual de la teoría revolucionaria se ha vaciado de contenido, de los conceptos sólo queda una pobre imagen mediática, una colección de clichés desconectados. Nuestros revolucionarios oyen las campanas de la teoría revolucionaria y no sabe que música tañen.
Así, conceptos como “revolución” han pasado a significar esto y lo otro, hasta elementos contrapuestos, con muy poca conexión con su objetivo de superación social. Revolución es ser anti-norteamericano. Revolución es suponer, con Lenin, que estamos en la “última etapa del capitalismo”, sin notar que esa pequeña obra fue escrita al inicio del siglo pasado, antes de la Segunda Guerra Mundial y el hundimiento del “socialismo real”. O al mismo tiempo, en la teoría de la dependencia, o en Gunderfrank y Helio Jaguaribe. Revolución es el aventurerismo y el foquismo de Fidel y del Ché, aunque Cuba después de 50 años de revolución está en la pobreza y nadie sabe de qué sirvió la revolución. Revolución, como en África y en el Medio Oriente de los setenta, es creer en el “socialismo militar”, que ha resultado simplemente en el poder para la nueva oligarquía castrense. Revolución es destruir años de historia, reescribirla para justificar mitos inexistentes. Revolución es pretender una educación sin libertad. Revolución es creer que existe algo como el “socialismo indígena”, a veces emparentado con la “democracia” de los mayas o de los incas, o que el Peronismo es el epicentro de la “Patria Grande”. Revolución es proclamar el “socialismo del siglo XXI”, sin la mínima idea de lo que podría significar. Revolución es dar golpes de pecho por la austeridad y la probidad, viviendo en el centro de la corrupción; proclamar la igualdad y la virtud de la pobreza aceptando sin pestañar que el sueldo de un gerente de las empresas estatales pueda ser 60 veces mayor que el de un obrero. Revolución es suponer que el trueque y la economía sin dinero es la quinta esencia del socialismo, luchar contra el latifundio mientras la “familia” expande sus tierras. Revolución es aceptar que sólo el jefe tiene “las ideas claras”, al igual que el “Padrecito Stalin” o “el gran timonel Mao” y el inefable Fidel, y que este pensamiento puede redimir a la humanidad. Revolución es atacar a los Estados Unidos mientras se vive de las exportaciones petroleras a ese país, en el más puro rentismo petrolero. Revolución es considerar como camaradas a Mugabe, Lukachenko, Daniel Ortega y Amenajhad, o que las FARC no son narcotraficantes. Revolución es creer en la revancha de las razas, de los afro descendientes y los indígenas. Revolución es suponer a Cristo y Bolívar socialistas. Revolución es creer que los países del tercer mundo despegarán el día que no tengan más relación con Occidente. Revolución es creer en la liberación nacional y al mismo tiempo que existen imperios benignos, como Rusia, China y Brasil. Revolución es comprar cada día más armas para defenderse de la invasión del “imperio”. En fin, no es como a veces se indica una mezcolanza de ideas poco asimiladas, sino algo peor: un conjunto de clichés, sombras mediáticas de ideas pasadas.
A la “revolución bolivariana” le pasa lo mismo que a un conjunto de trajes prêt-à-porter que se apilan en un clóset abigarrado, donde todo se guarda, sin orden ni concierto. Listos para que el “líder máximo” los use según la ocasión, con tal de gritar fuerte y diferenciarse del “Imperio”. Pero eso sí, que no le quiten las películas de Hollywood y por supuesto, los frecuentes viajes a todo lujo, para saborear los placeres de un mundo en vías de desaparición. Que fácil es ser revolucionario, basta ponerse el traje prêt-à-porter, gritar muy duro y pensar poco. Pero eso sí, permaneciendo en el poder.
Miércoles, 23 de abril de 2008
En Venezuela se habla alegremente de revolución, imperialismo y neo liberalismo sin que los que aluden a estos conceptos sepan en realidad de que están hablando. Algunos, los más ingenuos, suponen que estamos presenciando la resurrección del Ave Fénix revolucionaria. Otros, los que mueven los hilos tras corrales, tampoco saben pero si tienen claro lo que quieren: la reimplantación de un modelo fracasado, pero que les garantiza la permanencia en el poder y el disfrute de sus mieles. Tienen un común denominador: la mediocridad ideológica. La armazón conceptual de la teoría revolucionaria se ha vaciado de contenido, de los conceptos sólo queda una pobre imagen mediática, una colección de clichés desconectados. Nuestros revolucionarios oyen las campanas de la teoría revolucionaria y no sabe que música tañen.
Así, conceptos como “revolución” han pasado a significar esto y lo otro, hasta elementos contrapuestos, con muy poca conexión con su objetivo de superación social. Revolución es ser anti-norteamericano. Revolución es suponer, con Lenin, que estamos en la “última etapa del capitalismo”, sin notar que esa pequeña obra fue escrita al inicio del siglo pasado, antes de la Segunda Guerra Mundial y el hundimiento del “socialismo real”. O al mismo tiempo, en la teoría de la dependencia, o en Gunderfrank y Helio Jaguaribe. Revolución es el aventurerismo y el foquismo de Fidel y del Ché, aunque Cuba después de 50 años de revolución está en la pobreza y nadie sabe de qué sirvió la revolución. Revolución, como en África y en el Medio Oriente de los setenta, es creer en el “socialismo militar”, que ha resultado simplemente en el poder para la nueva oligarquía castrense. Revolución es destruir años de historia, reescribirla para justificar mitos inexistentes. Revolución es pretender una educación sin libertad. Revolución es creer que existe algo como el “socialismo indígena”, a veces emparentado con la “democracia” de los mayas o de los incas, o que el Peronismo es el epicentro de la “Patria Grande”. Revolución es proclamar el “socialismo del siglo XXI”, sin la mínima idea de lo que podría significar. Revolución es dar golpes de pecho por la austeridad y la probidad, viviendo en el centro de la corrupción; proclamar la igualdad y la virtud de la pobreza aceptando sin pestañar que el sueldo de un gerente de las empresas estatales pueda ser 60 veces mayor que el de un obrero. Revolución es suponer que el trueque y la economía sin dinero es la quinta esencia del socialismo, luchar contra el latifundio mientras la “familia” expande sus tierras. Revolución es aceptar que sólo el jefe tiene “las ideas claras”, al igual que el “Padrecito Stalin” o “el gran timonel Mao” y el inefable Fidel, y que este pensamiento puede redimir a la humanidad. Revolución es atacar a los Estados Unidos mientras se vive de las exportaciones petroleras a ese país, en el más puro rentismo petrolero. Revolución es considerar como camaradas a Mugabe, Lukachenko, Daniel Ortega y Amenajhad, o que las FARC no son narcotraficantes. Revolución es creer en la revancha de las razas, de los afro descendientes y los indígenas. Revolución es suponer a Cristo y Bolívar socialistas. Revolución es creer que los países del tercer mundo despegarán el día que no tengan más relación con Occidente. Revolución es creer en la liberación nacional y al mismo tiempo que existen imperios benignos, como Rusia, China y Brasil. Revolución es comprar cada día más armas para defenderse de la invasión del “imperio”. En fin, no es como a veces se indica una mezcolanza de ideas poco asimiladas, sino algo peor: un conjunto de clichés, sombras mediáticas de ideas pasadas.
A la “revolución bolivariana” le pasa lo mismo que a un conjunto de trajes prêt-à-porter que se apilan en un clóset abigarrado, donde todo se guarda, sin orden ni concierto. Listos para que el “líder máximo” los use según la ocasión, con tal de gritar fuerte y diferenciarse del “Imperio”. Pero eso sí, que no le quiten las películas de Hollywood y por supuesto, los frecuentes viajes a todo lujo, para saborear los placeres de un mundo en vías de desaparición. Que fácil es ser revolucionario, basta ponerse el traje prêt-à-porter, gritar muy duro y pensar poco. Pero eso sí, permaneciendo en el poder.
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