*CARLOS ALBERTO MONTANER ESCRIBE: “LA LIBERTAD ECONÓMICA Y SUS ENEMIGOS: FALACIAS Y PARADOJAS”
Algunas veces, en España, en medio del fragor de graves discusiones políticas, medio en broma y medio en serio, he escuchado una frase sorprendente: «Me contradigo, ¿y qué?». Súbitamente, acorralado en el terreno dialéctico, uno de los interlocutores renuncia al diálogo racional y afirma simultáneamente una cosa y la contraria vaciando el debate de coherencia lógica.
Algo así sucede con la argumentación de los enemigos de la libertad de comercio y la integración. Lo que sigue, pues, son sólo unas cuantas observaciones dedicadas a tratar de desmontar algunas falacias y exponer ciertas inquietantes paradojas.
Ideas viejas
En primer término, es conveniente dejar en claro un dato histórico clave: los enemigos de la libertad económica y de la integración no representan la modernidad sino la reacción y las posiciones más retrógradas. Casi todo el análisis que hacen repite las viejas ideas de los mercantilistas de los siglos XVII y XVIII. Fue Jean Baptiste Colbert, ministro de Luis XIV y padre del nacionalismo económico, quien a mediados del siglo XVII creó el Estado centralista, dirigista, empresario y proteccionista, dotado de miles de inspectores que controlaban precios y salarios.
Fueron los mercantilistas de esa época los que propagaron el costoso error de sostener que el objetivo de las transacciones internacionales era alcanzar una balanza comercial positiva, prohibiendo a todo costo las importaciones de productos manufacturados para proteger de la competencia a los empresarios nacionales, generalmente cortesanos privilegiados por la realeza.
Esos planteamientos económicos parecían haber sido derrotados por las reflexiones de Francois Quesnay, Frederic Bastiat, David Hume y, sobre todo, por Adam Smith, pero no hay nada más terco y resistente que un error atractivo, de manera que a principios del siglo XXI la llamada «izquierda progresista» ha asumido como suyos los planteamientos económicos y una buena parte de la ideología de las casas reinantes europeas del periodo del absolutismo, época anterior a las revoluciones francesa y norteamericana y a las guerras de independencia de América Latina.
Progresistas verdaderos y falsos
Lo que nos trae de la mano a la expresión que acabo de utilizar, «izquierda progresista», porque es justo señalar, aunque sea de pasada, que la experiencia demuestra que las ideas económicas que defienden los representantes de la «izquierda progresista» no sólo datan de los siglos XVII y XVIII sino son, precisamente, las de los países que menos progresan. En efecto, los países más ricos son los que muestran economías abiertas, han optado por el mercado renunciando a la planificación, poseen las menores protecciones arancelarias, y comercian intensamente con el resto del mundo, como sucede con Estados Unidos, Europa Occidental o Japón. En la otra punta del ejemplo, los países más pobres, como Corea del Norte, Egipto o Cuba son los que optaron por la autarquía, el estatismo y las restricciones al comercio internacional. En consecuencia, son los que menos progresan, e incluso, los que más temen y rechazan el progreso. Algo realmente insólito, porque en la segunda mitad del siglo XX, con los ejemplos de los llamados «Tigres o Dragones de Asia», más los casos de España, Chile, Irlanda, Portugal o Nueva Zelanda parecía evidente cuál era la ruta del verdadero progreso y cuál la del estancamiento y la pobreza. El porqué la izquierda supuestamente progresista se empeña en copiar los ejemplos fallidos en lugar de los exitosos pertenece al terreno de la psiquiatría y no al de las ciencias económicas.
Reacción y soberanía alimentaria
¿Por qué afirmo que estos países temen y rechazan el progreso? Basta leer el texto de Hugo Chávez en la conferencia de ALADI celebrada en Montevideo el 16 de agosto de 2002, de donde entresaco el siguiente párrafo en el que el presidente venezolano explica por qué se opone a la liberalización del comercio agrícola: «La agricultura es una actividad fundamental para la supervivencia de la propia nación: es mucho más que la producción de una mercancía. Es el fundamento para la preservación de opciones culturales, es una forma de ocupación del territorio y relación con la naturaleza, tiene que ver con la seguridad y soberanía alimentarias.»
Esa visión casi esotérica de la agricultura, muy reaccionaria, le impide advertir al ex teniente coronel que uno de los síntomas de prosperidad y progreso es, precisamente, la reducción creciente del número de agricultores en beneficio de los sectores industriales y de servicios, porque carece de sentido empeñarse en la producción ineficiente y costosa de alimentos cuando es posible conseguir mejores condiciones de vida para los trabajadores y disminuir los índices de pobreza especializándose en aquellos rubros en los que se es eficiente y se le puede agregar valor a la producción.
¿Qué hubiera sido de Taiwan si los habitantes de esa isla se hubieran empeñado en ser, como eran en 1948, unos pobres productores de arroz? Hoy sería tan pobre como Birmania o Laos. ¿Qué hubiera pasado si Puerto Rico hubiese insistido en mantener una economía azucarera para defender «opciones culturales» y su tradicional «relación con la naturaleza»? No podría, con sus cuatro millones de habitantes, como sucede en nuestros días, exportar más de treinta mil millones de dólares y tener, junto a Chile, el per cápita más alto de América Latina.
El mito de la autarquía
Pero vale la pena detenerse en la idea de «soberanía alimentaria». Estamos ante otra expresión de paranoia económica. La frase encierra el temor de que el país no pueda alimentarse porque nadie querrá venderle comida, y, además, la superstición de que es conveniente no depender de importaciones del extranjero para nutrir a la población. Ésa era, por cierto, una de las propuestas del norcoreano Kim Il Sung dentro de lo que llamaba «la idea suché», columna vertebral de la fiera autarquía con que pensaba defender a Corea del Norte de las influencias exteriores, disparate que acabó provocando una terrible hambruna que en la década de los noventa le costó la vida a dos millones de personas.
Antes de esta consigna, hubo otras parecidas que provocaron la obesidad creciente de los Estados embarcados en la dirección del nacionalismo económico. Se hablaba –y se habla– de «industrias y servicios estratégicos» a los que el Estado supuestamente no podía renunciar, como, por ejemplo, la producción y distribución de energía, la minería, las comunicaciones, los transportes, la marina mercante, la aviación comercial, la banca, los seguros, los sistemas de jubilaciones, la sanidad o la educación. Cada actividad empresarial era presentada como consustancial a la soberanía y se «demostraba» la necesidad de mantenerla dentro del perímetro del Estado y bajo la administración del gobierno, aunque fuera un foco de corrupción, clientelismo e ineficiencia que empobreciera notoriamente a la sociedad.
Asimetría , desigualdades y otras falacias
Otro de los argumentos más populares en contra de la integración de los mercados es la «asimetría». América Latina no debe asociarse a Estados Unidos y Canadá en un organismo como ALCA hasta que el sur y norte del continente tengan niveles parecidos de desarrollo y similar capacidad productiva. Para lograr ese objetivo, Estados Unidos y Canadá deben transferir parte de sus riquezas al sur, de manera que se obtenga cierto equilibrio. Al fin y al cabo, la Unión Europea contempla y asigna fondos de cohesión social para asistir a las naciones más pobres.
La idea de establecer una forma de transferencia de rentas de países ricos a países pobres para establecer lazos comerciales abiertos se basa en dos falsas premisas. La primera y más popular consiste en suponer que la riqueza del más poderoso se debe al despojo de que ha sido víctima el más débil, una superstición que también data de la época del mercantilismo y de los entonces llamados «Pactos coloniales». La segunda, radica en percibir la riqueza como un botín estático que el que lo posee debe entregarlo a quienes no lo tienen para lograr que se desarrollen, ignorando que la riqueza se crea precisamente estimulada por el comercio vigoroso. México, por ejemplo, se ha beneficiado visiblemente del TLC, de la misma manera que España o Portugal han avanzado extraordinariamente, y no por los fondos de cohesión que reciben de la Unión Europea –apenas un uno por ciento de su crecimiento–, sino, simplemente, integrándose en una atmósfera económica, técnica y científica más rica que la autóctona, en la que han podido obtener capital, «know how» y economía de escala. Como sabe cualquier persona con un poco de sentido común, en las transacciones entre ricos y pobres, son los pobres los que tienen más posibilidades potenciales de beneficiarse.
Por otra parte, si se acepta la «injusticia» o inequidad que se deriva de la desigualdad en los niveles de desarrollo entre países, y la obligación moral que tienen los más poderosos de dar ventajas en sus relaciones comerciales a los más pobres, habría que pensar en alguna fórmula internacional compensatoria que afectara a todos por igual. Es cierto, por ejemplo, que los estadounidenses tienen cuatro veces la renta per cápita de la que poseen los mexicanos. Pero, a su vez, los mexicanos tienen cuatro veces la renta per cápita de los hondureños o nicaragüenses. ¿Estarían dispuestos los mexicanos a transferir parte de sus riquezas a los vecinos centroamericanos para construir una zona comercial más equitativa? ¿Lo harían los dominicanos con relación a Haití, los chilenos con respecto a Perú y Bolivia, los argentinos en sus transacciones con Paraguay?
Es bueno advertir que la llamada asimetría forma parte natural de la historia del desarrollo, y está presente en todas partes, incluso, dentro de las mismas naciones. Massachussets, por ejemplo, tiene el doble de renta per capita que Mississippi. Lo mismo sucede con Buenos Aires con relación a la Rioja, Madrid cuando se contrasta con Extremadura, Ciudad México si se compara con Chiapas o el gran Sao Paulo enfrentado al miserable Nordeste de Brasil. ¿Tendría algún sentido establecer formas distintas de comerciar entre estas regiones sólo porque unas son más pobres que las otras? ¿No se estaría con ello penalizando la enérgica creatividad de ciertos polos de desarrollo?
Pero hay más: esa neurótica búsqueda del igualitarismo como objetivo económico y ético, desplegada hasta sus últimas consecuencias, nos lleva directamente al conflicto social. Si es injusto e inmoral que un país haya alcanzado unos niveles de riqueza mucho más elevados que su vecino, ¿qué diremos de las diferencias entre las personas? A fin de cuentas, cuando afirmamos que un país es rico o pobre lo que estamos diciendo es que hay una cantidad sustancial de personas ricas o pobres en ese país. Un profesional en el Distrito Federal de México, por ejemplo, gana veinte veces más al mes de lo que gana un campesino mexicano en Quintana Roo o en Guerrero, ¿qué parte de esa diferencia en nivel de rentas debería remitirle el profesional de la capital a su compatriota rural para que haya «simetría» y «equidad» en las relaciones entre ellos?
Modo de producir y modo de consumir
En general, cuando los enemigos de la libertad económica demandan equidad y exigen transferencias de rentas de los países más ricos para lograr un mundo más justo, lo que están comparando son patrones de consumo. Ven que sus vecinos ricos tienen viviendas confortables, automóviles, múltiples electrodomésticos, sanidad, educación, comunicaciones, abundante alimentación y vestido, mientras la realidad material de ellos es sórdida y carente de esperanzas.
En efecto, hay en el planeta veinte naciones prósperas a las que decenas de millones de personas quisieran emigrar, mientras hay otras veinte que son terriblemente miserables y de las que casi todo el mundo desea escapar. Es cierto: hay, de una parte, suizos o daneses, y de la otra, bengalíes o haitianos. Pero lo que los enemigos de la libertad económica no suelen entender es que las diferencias entre las pautas de consumo son una consecuencia de las pautas de producción. En las veinte naciones más desarrolladas existe la propiedad privada, se respeta el Estado de Derecho, hay menores índices de corrupción, se ha realizado durante mucho tiempo un gran esfuerzo en materia educativa y la sociedad civil es el gran protagonista en el terreno económico. En todas ellas el Estado se administra con cierta sensatez, el poder judicial funciona razonablemente, las instituciones son sólidas y los empresarios pueden hacer planes a largo plazo. En todas ellas se ahorra, se invierte, se investiga, y se compite tenazmente por conquistar cuotas de mercado en un tenso proceso productivo que poco a poco va enriqueciendo al conjunto de la sociedad.
Por otra parte, en todas ellas existe una cultura empresarial más o menos homogénea que permite que un empresario sueco, digamos, IKEA, utilice capital alemán para desarrollar una cadena de tiendas en Estados Unidos, que Honda y Toyota envíen a sus ejecutivos japoneses para crear fábricas en Irlanda o en Grecia, o que los expertos de Disney instalen un parque de atracciones en la vecindad de París. En síntesis, el primer mundo es un gran espacio económico en el que los modos de producción y administración son parecidos, intercambiables, y todos se benefician de las interacciones con todos, aunque la renta per cápita de Luxemburgo duplique a la de Grecia o triplique a la surcoreana.
Pero los enemigos de la libertad económica, casi siempre provenientes del tercer mundo, no quieren tener los patrones de comportamiento cívico o los modos de producción de las sociedades del primero, sino sus patrones de consumo. Y todavía quieren algo más curioso: que el primer mundo subsidie su terca ineficiencia para poder persistir en el error a costa de la permanente transferencia de rentas desde los bolsillos de los trabajadores de las naciones del primer mundo a las arcas de gobiernos corruptos e ineptos que no quieren cambiar sus formas de producir o de gestionar el Estado.
Consenso de Washington y acuerdos de Maastrich
No hay queja más frecuente en los labios y en las pancartas de los enemigos de la libertad económica que las que se escuchan contra el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial, dos entidades que no siempre aciertan en sus recomendaciones, pero es bueno recordar que las medidas de buen gobierno que estos organismos prescriben o exigen a quienes llaman a sus puertas son similares a las que las naciones del primer mundo se exigen entre ellas para concertar sus políticas públicas comunes sin que a nadie se le ocurra acusar al otro de atropellar sus derechos.
Si hay dos recetarios parecidos son los que recogen el llamado «Consenso de Washington» destinado a definir los cambios en las políticas públicas latinoamericanas y el «Acuerdo de Maastrich» pactado entre los Estados europeos decididos a contar con una moneda común. Los enumero sucintamente: equilibrio fiscal, reducción del gasto público, control de la inflación, limitación de la deuda externa, privatización de las empresas públicas, flexibilización del sistema de contratación, desmantelamiento de las barreras arancelarias y apertura de mercados. Es decir: sensatez y sana ortodoxia económica para poder continuar prosperando.
No obstante, es ingenuo esperar que de la argumentación persuasiva se derive un cambio en las creencias y actitudes de los enemigos de la libertad económica y del comercio internacional. Cuando se juzga la realidad desde la perspectiva ideológica, los prejuicios y el victimismo, la imagen que se obtiene siempre llega distorsionada. Y si no es así, siempre queda el recurso retórico de gritar: «Sí, me contradigo, ¿y qué?»
Algunas veces, en España, en medio del fragor de graves discusiones políticas, medio en broma y medio en serio, he escuchado una frase sorprendente: «Me contradigo, ¿y qué?». Súbitamente, acorralado en el terreno dialéctico, uno de los interlocutores renuncia al diálogo racional y afirma simultáneamente una cosa y la contraria vaciando el debate de coherencia lógica.
Algo así sucede con la argumentación de los enemigos de la libertad de comercio y la integración. Lo que sigue, pues, son sólo unas cuantas observaciones dedicadas a tratar de desmontar algunas falacias y exponer ciertas inquietantes paradojas.
Ideas viejas
En primer término, es conveniente dejar en claro un dato histórico clave: los enemigos de la libertad económica y de la integración no representan la modernidad sino la reacción y las posiciones más retrógradas. Casi todo el análisis que hacen repite las viejas ideas de los mercantilistas de los siglos XVII y XVIII. Fue Jean Baptiste Colbert, ministro de Luis XIV y padre del nacionalismo económico, quien a mediados del siglo XVII creó el Estado centralista, dirigista, empresario y proteccionista, dotado de miles de inspectores que controlaban precios y salarios.
Fueron los mercantilistas de esa época los que propagaron el costoso error de sostener que el objetivo de las transacciones internacionales era alcanzar una balanza comercial positiva, prohibiendo a todo costo las importaciones de productos manufacturados para proteger de la competencia a los empresarios nacionales, generalmente cortesanos privilegiados por la realeza.
Esos planteamientos económicos parecían haber sido derrotados por las reflexiones de Francois Quesnay, Frederic Bastiat, David Hume y, sobre todo, por Adam Smith, pero no hay nada más terco y resistente que un error atractivo, de manera que a principios del siglo XXI la llamada «izquierda progresista» ha asumido como suyos los planteamientos económicos y una buena parte de la ideología de las casas reinantes europeas del periodo del absolutismo, época anterior a las revoluciones francesa y norteamericana y a las guerras de independencia de América Latina.
Progresistas verdaderos y falsos
Lo que nos trae de la mano a la expresión que acabo de utilizar, «izquierda progresista», porque es justo señalar, aunque sea de pasada, que la experiencia demuestra que las ideas económicas que defienden los representantes de la «izquierda progresista» no sólo datan de los siglos XVII y XVIII sino son, precisamente, las de los países que menos progresan. En efecto, los países más ricos son los que muestran economías abiertas, han optado por el mercado renunciando a la planificación, poseen las menores protecciones arancelarias, y comercian intensamente con el resto del mundo, como sucede con Estados Unidos, Europa Occidental o Japón. En la otra punta del ejemplo, los países más pobres, como Corea del Norte, Egipto o Cuba son los que optaron por la autarquía, el estatismo y las restricciones al comercio internacional. En consecuencia, son los que menos progresan, e incluso, los que más temen y rechazan el progreso. Algo realmente insólito, porque en la segunda mitad del siglo XX, con los ejemplos de los llamados «Tigres o Dragones de Asia», más los casos de España, Chile, Irlanda, Portugal o Nueva Zelanda parecía evidente cuál era la ruta del verdadero progreso y cuál la del estancamiento y la pobreza. El porqué la izquierda supuestamente progresista se empeña en copiar los ejemplos fallidos en lugar de los exitosos pertenece al terreno de la psiquiatría y no al de las ciencias económicas.
Reacción y soberanía alimentaria
¿Por qué afirmo que estos países temen y rechazan el progreso? Basta leer el texto de Hugo Chávez en la conferencia de ALADI celebrada en Montevideo el 16 de agosto de 2002, de donde entresaco el siguiente párrafo en el que el presidente venezolano explica por qué se opone a la liberalización del comercio agrícola: «La agricultura es una actividad fundamental para la supervivencia de la propia nación: es mucho más que la producción de una mercancía. Es el fundamento para la preservación de opciones culturales, es una forma de ocupación del territorio y relación con la naturaleza, tiene que ver con la seguridad y soberanía alimentarias.»
Esa visión casi esotérica de la agricultura, muy reaccionaria, le impide advertir al ex teniente coronel que uno de los síntomas de prosperidad y progreso es, precisamente, la reducción creciente del número de agricultores en beneficio de los sectores industriales y de servicios, porque carece de sentido empeñarse en la producción ineficiente y costosa de alimentos cuando es posible conseguir mejores condiciones de vida para los trabajadores y disminuir los índices de pobreza especializándose en aquellos rubros en los que se es eficiente y se le puede agregar valor a la producción.
¿Qué hubiera sido de Taiwan si los habitantes de esa isla se hubieran empeñado en ser, como eran en 1948, unos pobres productores de arroz? Hoy sería tan pobre como Birmania o Laos. ¿Qué hubiera pasado si Puerto Rico hubiese insistido en mantener una economía azucarera para defender «opciones culturales» y su tradicional «relación con la naturaleza»? No podría, con sus cuatro millones de habitantes, como sucede en nuestros días, exportar más de treinta mil millones de dólares y tener, junto a Chile, el per cápita más alto de América Latina.
El mito de la autarquía
Pero vale la pena detenerse en la idea de «soberanía alimentaria». Estamos ante otra expresión de paranoia económica. La frase encierra el temor de que el país no pueda alimentarse porque nadie querrá venderle comida, y, además, la superstición de que es conveniente no depender de importaciones del extranjero para nutrir a la población. Ésa era, por cierto, una de las propuestas del norcoreano Kim Il Sung dentro de lo que llamaba «la idea suché», columna vertebral de la fiera autarquía con que pensaba defender a Corea del Norte de las influencias exteriores, disparate que acabó provocando una terrible hambruna que en la década de los noventa le costó la vida a dos millones de personas.
Antes de esta consigna, hubo otras parecidas que provocaron la obesidad creciente de los Estados embarcados en la dirección del nacionalismo económico. Se hablaba –y se habla– de «industrias y servicios estratégicos» a los que el Estado supuestamente no podía renunciar, como, por ejemplo, la producción y distribución de energía, la minería, las comunicaciones, los transportes, la marina mercante, la aviación comercial, la banca, los seguros, los sistemas de jubilaciones, la sanidad o la educación. Cada actividad empresarial era presentada como consustancial a la soberanía y se «demostraba» la necesidad de mantenerla dentro del perímetro del Estado y bajo la administración del gobierno, aunque fuera un foco de corrupción, clientelismo e ineficiencia que empobreciera notoriamente a la sociedad.
Asimetría , desigualdades y otras falacias
Otro de los argumentos más populares en contra de la integración de los mercados es la «asimetría». América Latina no debe asociarse a Estados Unidos y Canadá en un organismo como ALCA hasta que el sur y norte del continente tengan niveles parecidos de desarrollo y similar capacidad productiva. Para lograr ese objetivo, Estados Unidos y Canadá deben transferir parte de sus riquezas al sur, de manera que se obtenga cierto equilibrio. Al fin y al cabo, la Unión Europea contempla y asigna fondos de cohesión social para asistir a las naciones más pobres.
La idea de establecer una forma de transferencia de rentas de países ricos a países pobres para establecer lazos comerciales abiertos se basa en dos falsas premisas. La primera y más popular consiste en suponer que la riqueza del más poderoso se debe al despojo de que ha sido víctima el más débil, una superstición que también data de la época del mercantilismo y de los entonces llamados «Pactos coloniales». La segunda, radica en percibir la riqueza como un botín estático que el que lo posee debe entregarlo a quienes no lo tienen para lograr que se desarrollen, ignorando que la riqueza se crea precisamente estimulada por el comercio vigoroso. México, por ejemplo, se ha beneficiado visiblemente del TLC, de la misma manera que España o Portugal han avanzado extraordinariamente, y no por los fondos de cohesión que reciben de la Unión Europea –apenas un uno por ciento de su crecimiento–, sino, simplemente, integrándose en una atmósfera económica, técnica y científica más rica que la autóctona, en la que han podido obtener capital, «know how» y economía de escala. Como sabe cualquier persona con un poco de sentido común, en las transacciones entre ricos y pobres, son los pobres los que tienen más posibilidades potenciales de beneficiarse.
Por otra parte, si se acepta la «injusticia» o inequidad que se deriva de la desigualdad en los niveles de desarrollo entre países, y la obligación moral que tienen los más poderosos de dar ventajas en sus relaciones comerciales a los más pobres, habría que pensar en alguna fórmula internacional compensatoria que afectara a todos por igual. Es cierto, por ejemplo, que los estadounidenses tienen cuatro veces la renta per cápita de la que poseen los mexicanos. Pero, a su vez, los mexicanos tienen cuatro veces la renta per cápita de los hondureños o nicaragüenses. ¿Estarían dispuestos los mexicanos a transferir parte de sus riquezas a los vecinos centroamericanos para construir una zona comercial más equitativa? ¿Lo harían los dominicanos con relación a Haití, los chilenos con respecto a Perú y Bolivia, los argentinos en sus transacciones con Paraguay?
Es bueno advertir que la llamada asimetría forma parte natural de la historia del desarrollo, y está presente en todas partes, incluso, dentro de las mismas naciones. Massachussets, por ejemplo, tiene el doble de renta per capita que Mississippi. Lo mismo sucede con Buenos Aires con relación a la Rioja, Madrid cuando se contrasta con Extremadura, Ciudad México si se compara con Chiapas o el gran Sao Paulo enfrentado al miserable Nordeste de Brasil. ¿Tendría algún sentido establecer formas distintas de comerciar entre estas regiones sólo porque unas son más pobres que las otras? ¿No se estaría con ello penalizando la enérgica creatividad de ciertos polos de desarrollo?
Pero hay más: esa neurótica búsqueda del igualitarismo como objetivo económico y ético, desplegada hasta sus últimas consecuencias, nos lleva directamente al conflicto social. Si es injusto e inmoral que un país haya alcanzado unos niveles de riqueza mucho más elevados que su vecino, ¿qué diremos de las diferencias entre las personas? A fin de cuentas, cuando afirmamos que un país es rico o pobre lo que estamos diciendo es que hay una cantidad sustancial de personas ricas o pobres en ese país. Un profesional en el Distrito Federal de México, por ejemplo, gana veinte veces más al mes de lo que gana un campesino mexicano en Quintana Roo o en Guerrero, ¿qué parte de esa diferencia en nivel de rentas debería remitirle el profesional de la capital a su compatriota rural para que haya «simetría» y «equidad» en las relaciones entre ellos?
Modo de producir y modo de consumir
En general, cuando los enemigos de la libertad económica demandan equidad y exigen transferencias de rentas de los países más ricos para lograr un mundo más justo, lo que están comparando son patrones de consumo. Ven que sus vecinos ricos tienen viviendas confortables, automóviles, múltiples electrodomésticos, sanidad, educación, comunicaciones, abundante alimentación y vestido, mientras la realidad material de ellos es sórdida y carente de esperanzas.
En efecto, hay en el planeta veinte naciones prósperas a las que decenas de millones de personas quisieran emigrar, mientras hay otras veinte que son terriblemente miserables y de las que casi todo el mundo desea escapar. Es cierto: hay, de una parte, suizos o daneses, y de la otra, bengalíes o haitianos. Pero lo que los enemigos de la libertad económica no suelen entender es que las diferencias entre las pautas de consumo son una consecuencia de las pautas de producción. En las veinte naciones más desarrolladas existe la propiedad privada, se respeta el Estado de Derecho, hay menores índices de corrupción, se ha realizado durante mucho tiempo un gran esfuerzo en materia educativa y la sociedad civil es el gran protagonista en el terreno económico. En todas ellas el Estado se administra con cierta sensatez, el poder judicial funciona razonablemente, las instituciones son sólidas y los empresarios pueden hacer planes a largo plazo. En todas ellas se ahorra, se invierte, se investiga, y se compite tenazmente por conquistar cuotas de mercado en un tenso proceso productivo que poco a poco va enriqueciendo al conjunto de la sociedad.
Por otra parte, en todas ellas existe una cultura empresarial más o menos homogénea que permite que un empresario sueco, digamos, IKEA, utilice capital alemán para desarrollar una cadena de tiendas en Estados Unidos, que Honda y Toyota envíen a sus ejecutivos japoneses para crear fábricas en Irlanda o en Grecia, o que los expertos de Disney instalen un parque de atracciones en la vecindad de París. En síntesis, el primer mundo es un gran espacio económico en el que los modos de producción y administración son parecidos, intercambiables, y todos se benefician de las interacciones con todos, aunque la renta per cápita de Luxemburgo duplique a la de Grecia o triplique a la surcoreana.
Pero los enemigos de la libertad económica, casi siempre provenientes del tercer mundo, no quieren tener los patrones de comportamiento cívico o los modos de producción de las sociedades del primero, sino sus patrones de consumo. Y todavía quieren algo más curioso: que el primer mundo subsidie su terca ineficiencia para poder persistir en el error a costa de la permanente transferencia de rentas desde los bolsillos de los trabajadores de las naciones del primer mundo a las arcas de gobiernos corruptos e ineptos que no quieren cambiar sus formas de producir o de gestionar el Estado.
Consenso de Washington y acuerdos de Maastrich
No hay queja más frecuente en los labios y en las pancartas de los enemigos de la libertad económica que las que se escuchan contra el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial, dos entidades que no siempre aciertan en sus recomendaciones, pero es bueno recordar que las medidas de buen gobierno que estos organismos prescriben o exigen a quienes llaman a sus puertas son similares a las que las naciones del primer mundo se exigen entre ellas para concertar sus políticas públicas comunes sin que a nadie se le ocurra acusar al otro de atropellar sus derechos.
Si hay dos recetarios parecidos son los que recogen el llamado «Consenso de Washington» destinado a definir los cambios en las políticas públicas latinoamericanas y el «Acuerdo de Maastrich» pactado entre los Estados europeos decididos a contar con una moneda común. Los enumero sucintamente: equilibrio fiscal, reducción del gasto público, control de la inflación, limitación de la deuda externa, privatización de las empresas públicas, flexibilización del sistema de contratación, desmantelamiento de las barreras arancelarias y apertura de mercados. Es decir: sensatez y sana ortodoxia económica para poder continuar prosperando.
No obstante, es ingenuo esperar que de la argumentación persuasiva se derive un cambio en las creencias y actitudes de los enemigos de la libertad económica y del comercio internacional. Cuando se juzga la realidad desde la perspectiva ideológica, los prejuicios y el victimismo, la imagen que se obtiene siempre llega distorsionada. Y si no es así, siempre queda el recurso retórico de gritar: «Sí, me contradigo, ¿y qué?»
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