LA RAZON.es
Internacional
Colombia es uno de los pocos países iberoamericanos donde el caudillo venezolano no ha conseguido hincar su revolución socialista-bolivariana. Y no ha sido por falta de interés. Chávez sabe que mientras Uribe sea el presidente de Colombia, su mensaje populista y radical no tendrá cabida al sur de su frontera, pero también conoce bien a la sociedad colombiana y reconoce que la pobreza, el problema del narcotráfico y el éxodo de inmigrantes hacia el exterior son poderosas razones para que, en el futuro, borrado el problema Uribe, su mensaje entre como aire fresco en el país cafetero. El riesgo es alto y la apuesta, a largo plazo. Colombia no puede caer en la trampa tejida desde Caracas.
La narcoguerrilla ha sabido encontrar un argumento para seguir con el secuestro, la extorsión, los asesinatos, y la plantación y venta de coca; el «despeje» de una zona selvática en el sur del país. Otros presidentes colombianos creyeron ver en esta posibilidad una vía hacia la solución del conflicto. Hasta que los terroristas la usaron para su propio beneficio. Colombia no puede ceder ni un solo centímetro de su soberanía a un grupo que no tiene otra intención que derrotar al estado de derecho y a la libertad. Animados por el curso de los acontecimientos en Venezuela, la jefatura de las FARC ha vuelto con la cantinela del «despeje» para liberar a los secuestrados. Uribe ha sido firme y se ha negado. Colombia no puede entregar territorio al terrorismo.
El rapto para pedir un rescate cuantioso es una constante en los últimos 20 de la sociedad colombiana. Muchos están relacionados con el negocio de la droga y los cárteles que manejan sus hilos. El germen del secuestro sigue enraizado en las capas más pobres de la sociedad, que la mayoría de las veces, no encuentra otra salida que la de la inmersión en los cárteles. Sin embargo, tanto las FARC como el ELN han convertido este método de extorsión en una medida de presión política. Hoy están en manos de las FARC medio centenar de rehenes que podrían ser canjeados en un hipotético acuerdo con el Gobierno, pero las cifras revelan con una frialdad estremecedora que de los más de 12.000 secuestros cometidos en la última década, el 52 por ciento es achacable a los narcoterroristas.
Los secuestros más largos del mundo se producen en Colombia. El secuestrado por las FARC y sus familias saben que su rapto es similar a una condena de prisión de varios años de duración. Cuando la motivación es política y no económica, la sentencia es aún peor. Todos los rehenes saben que sólo conseguirán la libertad si logran escaparse a través de una espesa selva o si gozan de un golpe de suerte que les ponga a tiro la huida. Si no, el secuestro se convierte en una nueva vida. Nunca están solos. Siempre son trasladados caminando por sendas selváticas agrestes. Sufren las inclemencias del clima tropical, muy húmedo y plagado de millones de insectos. Comen poco y el sueño suele ser sobre el suelo con algún cobijo artesanal contra la lluvia. Desde luego no se parece mucho a las celdas de una prisión moderna donde se respetan los derechos humanos del encarcelado que, además, sabe cuando será liberado.
Uribe ha afrontado por primera vez el desafío de las FARC como una guerra contraterrorista. Hace bien. «Tirofijo», el jefe de la banda, sabe hoy que no va a encontrar en el Palacio de Nariño ni un solo resquicio por el que colar una trampa política. El Gobierno es fuerte y no le ha dejado otra vía que la militar. Además, ha conseguido aislar a la narcoguerrilla en el exterior y ha logrado una buena financiación y mucho material de su principal aliado, EE UU. Uribe ha marcado bien el terreno y ha puesto a las FARC en su lugar. Mientras, se ha volcado en mejorar la economía del país y en atraer inversión extranjera de empresas multinacionales que antes se mostraban demasiado asustadas por la situación interior de Colombia. Lo ha conseguido ofreciendo estabilidad jurídica y seriedad en la aplicación del poder.
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Colombia es uno de los pocos países iberoamericanos donde el caudillo venezolano no ha conseguido hincar su revolución socialista-bolivariana. Y no ha sido por falta de interés. Chávez sabe que mientras Uribe sea el presidente de Colombia, su mensaje populista y radical no tendrá cabida al sur de su frontera, pero también conoce bien a la sociedad colombiana y reconoce que la pobreza, el problema del narcotráfico y el éxodo de inmigrantes hacia el exterior son poderosas razones para que, en el futuro, borrado el problema Uribe, su mensaje entre como aire fresco en el país cafetero. El riesgo es alto y la apuesta, a largo plazo. Colombia no puede caer en la trampa tejida desde Caracas.
La narcoguerrilla ha sabido encontrar un argumento para seguir con el secuestro, la extorsión, los asesinatos, y la plantación y venta de coca; el «despeje» de una zona selvática en el sur del país. Otros presidentes colombianos creyeron ver en esta posibilidad una vía hacia la solución del conflicto. Hasta que los terroristas la usaron para su propio beneficio. Colombia no puede ceder ni un solo centímetro de su soberanía a un grupo que no tiene otra intención que derrotar al estado de derecho y a la libertad. Animados por el curso de los acontecimientos en Venezuela, la jefatura de las FARC ha vuelto con la cantinela del «despeje» para liberar a los secuestrados. Uribe ha sido firme y se ha negado. Colombia no puede entregar territorio al terrorismo.
El rapto para pedir un rescate cuantioso es una constante en los últimos 20 de la sociedad colombiana. Muchos están relacionados con el negocio de la droga y los cárteles que manejan sus hilos. El germen del secuestro sigue enraizado en las capas más pobres de la sociedad, que la mayoría de las veces, no encuentra otra salida que la de la inmersión en los cárteles. Sin embargo, tanto las FARC como el ELN han convertido este método de extorsión en una medida de presión política. Hoy están en manos de las FARC medio centenar de rehenes que podrían ser canjeados en un hipotético acuerdo con el Gobierno, pero las cifras revelan con una frialdad estremecedora que de los más de 12.000 secuestros cometidos en la última década, el 52 por ciento es achacable a los narcoterroristas.
Los secuestros más largos del mundo se producen en Colombia. El secuestrado por las FARC y sus familias saben que su rapto es similar a una condena de prisión de varios años de duración. Cuando la motivación es política y no económica, la sentencia es aún peor. Todos los rehenes saben que sólo conseguirán la libertad si logran escaparse a través de una espesa selva o si gozan de un golpe de suerte que les ponga a tiro la huida. Si no, el secuestro se convierte en una nueva vida. Nunca están solos. Siempre son trasladados caminando por sendas selváticas agrestes. Sufren las inclemencias del clima tropical, muy húmedo y plagado de millones de insectos. Comen poco y el sueño suele ser sobre el suelo con algún cobijo artesanal contra la lluvia. Desde luego no se parece mucho a las celdas de una prisión moderna donde se respetan los derechos humanos del encarcelado que, además, sabe cuando será liberado.
Uribe ha afrontado por primera vez el desafío de las FARC como una guerra contraterrorista. Hace bien. «Tirofijo», el jefe de la banda, sabe hoy que no va a encontrar en el Palacio de Nariño ni un solo resquicio por el que colar una trampa política. El Gobierno es fuerte y no le ha dejado otra vía que la militar. Además, ha conseguido aislar a la narcoguerrilla en el exterior y ha logrado una buena financiación y mucho material de su principal aliado, EE UU. Uribe ha marcado bien el terreno y ha puesto a las FARC en su lugar. Mientras, se ha volcado en mejorar la economía del país y en atraer inversión extranjera de empresas multinacionales que antes se mostraban demasiado asustadas por la situación interior de Colombia. Lo ha conseguido ofreciendo estabilidad jurídica y seriedad en la aplicación del poder.
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