Apresuradamente, hace unos días, Fidel Castro envió una nota enigmática a la Mesa Redonda, un programa de televisión que manejan sus discípulos más fanáticos. La frase que desató el furor de la prensa internacional podía interpretarse como su retiro definitivo: "Mi deber fundamental no es aferrarme a cargos y mucho menos obstruir el paso a personas más jóvenes sino aportar experiencias e ideas cuyo modesto valor proviene de la época excepcional que me tocó vivir".
Pero no se jubilaba. Castro, cuando polemiza con los suyos, siempre habla con la boca torcida y a media lengua, como los mediums en las sesiones de espiritismo. La declaración quería decir otra cosa. Expresaba su malestar con algunos cambios que, contra su voluntad, hasta ahora omnímoda, están ocurriendo en Cuba. El viejo dictador, por ejemplo, no estuvo de acuerdo en que el 10 de diciembre pasado Cuba anunciara que en marzo pactaría con la ONU el convenio sobre derechos económicos, sociales, culturales y políticos. Temía, y lo hizo saber por escrito, que ese acuerdo podía abrirle la puerta a un sindicalismo independiente. La libertad lo horroriza. Y, desde su perspectiva de gran carcelero, tenía razón: varios días más tarde, el ingeniero Oswaldo Payá, una de las cabezas más creativas e inquietas entre los demócratas de la oposición interna, se atrevió a presentarle al Parlamento una propuesta de ley que les permitiría a los cubanos entrar y salir libremente del país. Al fin y al cabo, ese es un derecho consagrado en el convenio que el gobierno de La Habana asegura que suscribirá.
Dentro del círculo del poder, la pugna es entre reformistas e inmovilistas. Otra manera de plantearla (la que le gusta a Fidel) es entre pragmáticos y principistas. Los pragmáticos están dispuestos a promover cambios que consigan que el desastroso sistema de producción cubano se torne más eficiente. Los principistas, aferrados a los principios revolucionarios, convencidos de las virtudes del igualitarismo (aunque casi todos se igualen en la miseria), creen que lo importante es ser coherente con las ideas marxistas e insistir en el colectivismo. Los pragmáticos, deslumbrados por los éxitos de China y Vietnam, están dispuestos a convivir con los modos de producción capitalista, manteniendo buenas relaciones con las naciones del primer mundo, incluida Estados Unidos. Los principistas, con Fidel Castro a la cabeza, creen que el deber de los revolucionarios es luchar contra el odiado mundo capitalista hasta la victoria siempre, Comandante, y postulan la supremacía de "la política" sobre "la economía".
La correlación de fuerzas, por otra parte, es muy desigual. Los principistas son sólo Fidel y un pequeño grupo de acólitos dispuestos a seguirlo hasta el infierno. Los pragmáticos, con Raúl a la cabeza, forman la inmensa mayoría de la cúpula dirigente. Sin embargo, todos reconocen el enorme peso específico de Fidel y saben que no pueden llevar adelante la reforma con la oposición del moribundo Comandante.
¿En qué consiste, en definitiva, la reforma a que se opone Fidel? En esencia, a seis líneas de cambio:
-- Descentralización real de las decisiones económicas.
-- Introducción de incentivos materiales vinculados a resultados, a sabiendas de que generarán desigualdades, a cambio de mayores índices de producción que alivien las infinitas carencias de la sociedad.
-- Autorización de la libre compra-venta de las viviendas.
-- Reintroducción de la pequeña propiedad privada en el sector agropecuario.
-- Legitimación de las actividades laborales clandestinas y de las transacciones del mercado negro (sincerar la economía).
-- Redacción de un nuevo código penal menos represivo que elimine la pena de muerte y supuestos delitos ( como desacato) inaceptables en el mundo moderno.
-- Fidel tiene razón cuando sostiene que esas reformas, aunque pequeñas y destinadas a traer un mínimo de bienestar material a la población, desvirtúan totalmente su modelo de colmena comunista igualitaria dedicada a ser la gran vitrina del marxismo ortodoxo. Raúl la tiene cuando plantea que, medio siglo después de implantado, no hay duda de que ese sistema es un desastre que sólo sirve para mortificar cruelmente a los cubanos. Fidel tiene razón cuando alega que aceptar esos cambios al final de su vida sería admitir que su obra de gobierno ha sido un total fracaso. Raúl la tiene cuando plantea que no posee la autoridad de su hermano, ni el control sobre el gobierno y sobre la sociedad, para poder gobernar en medio de los escombros y de la pobreza generada por un sistema en el que ya casi nadie cree. Entre sus íntimos, Raúl repite, preocupado, que, o mejoran las condiciones infrahumanas en que viven los cubanos, o no tardará en tener que sacar las tropas a reprimir manifestaciones masivas de descontento.
¿Quién ganará este conflicto? Probablemente, esta vez, los reformistas. ¿Por qué
esta vez? Porque el problema no es nuevo: se presentó en los setenta, en los ochenta (durante la perestroika), en los noventa, tras la desaparición de la URSS, y ahora vuelve a resurgir. En los anteriores episodios Fidel Castro, invariablemente, aplastó a los reformistas. Pero ahora se está muriendo, casi no puede moverse de su lecho de convaleciente, y ha perdido la capacidad de imponer su voluntad. Para él todo esto es un castigo insoportable. [©FIRMAS PRESS]
Pero no se jubilaba. Castro, cuando polemiza con los suyos, siempre habla con la boca torcida y a media lengua, como los mediums en las sesiones de espiritismo. La declaración quería decir otra cosa. Expresaba su malestar con algunos cambios que, contra su voluntad, hasta ahora omnímoda, están ocurriendo en Cuba. El viejo dictador, por ejemplo, no estuvo de acuerdo en que el 10 de diciembre pasado Cuba anunciara que en marzo pactaría con la ONU el convenio sobre derechos económicos, sociales, culturales y políticos. Temía, y lo hizo saber por escrito, que ese acuerdo podía abrirle la puerta a un sindicalismo independiente. La libertad lo horroriza. Y, desde su perspectiva de gran carcelero, tenía razón: varios días más tarde, el ingeniero Oswaldo Payá, una de las cabezas más creativas e inquietas entre los demócratas de la oposición interna, se atrevió a presentarle al Parlamento una propuesta de ley que les permitiría a los cubanos entrar y salir libremente del país. Al fin y al cabo, ese es un derecho consagrado en el convenio que el gobierno de La Habana asegura que suscribirá.
Dentro del círculo del poder, la pugna es entre reformistas e inmovilistas. Otra manera de plantearla (la que le gusta a Fidel) es entre pragmáticos y principistas. Los pragmáticos están dispuestos a promover cambios que consigan que el desastroso sistema de producción cubano se torne más eficiente. Los principistas, aferrados a los principios revolucionarios, convencidos de las virtudes del igualitarismo (aunque casi todos se igualen en la miseria), creen que lo importante es ser coherente con las ideas marxistas e insistir en el colectivismo. Los pragmáticos, deslumbrados por los éxitos de China y Vietnam, están dispuestos a convivir con los modos de producción capitalista, manteniendo buenas relaciones con las naciones del primer mundo, incluida Estados Unidos. Los principistas, con Fidel Castro a la cabeza, creen que el deber de los revolucionarios es luchar contra el odiado mundo capitalista hasta la victoria siempre, Comandante, y postulan la supremacía de "la política" sobre "la economía".
La correlación de fuerzas, por otra parte, es muy desigual. Los principistas son sólo Fidel y un pequeño grupo de acólitos dispuestos a seguirlo hasta el infierno. Los pragmáticos, con Raúl a la cabeza, forman la inmensa mayoría de la cúpula dirigente. Sin embargo, todos reconocen el enorme peso específico de Fidel y saben que no pueden llevar adelante la reforma con la oposición del moribundo Comandante.
¿En qué consiste, en definitiva, la reforma a que se opone Fidel? En esencia, a seis líneas de cambio:
-- Descentralización real de las decisiones económicas.
-- Introducción de incentivos materiales vinculados a resultados, a sabiendas de que generarán desigualdades, a cambio de mayores índices de producción que alivien las infinitas carencias de la sociedad.
-- Autorización de la libre compra-venta de las viviendas.
-- Reintroducción de la pequeña propiedad privada en el sector agropecuario.
-- Legitimación de las actividades laborales clandestinas y de las transacciones del mercado negro (sincerar la economía).
-- Redacción de un nuevo código penal menos represivo que elimine la pena de muerte y supuestos delitos ( como desacato) inaceptables en el mundo moderno.
-- Fidel tiene razón cuando sostiene que esas reformas, aunque pequeñas y destinadas a traer un mínimo de bienestar material a la población, desvirtúan totalmente su modelo de colmena comunista igualitaria dedicada a ser la gran vitrina del marxismo ortodoxo. Raúl la tiene cuando plantea que, medio siglo después de implantado, no hay duda de que ese sistema es un desastre que sólo sirve para mortificar cruelmente a los cubanos. Fidel tiene razón cuando alega que aceptar esos cambios al final de su vida sería admitir que su obra de gobierno ha sido un total fracaso. Raúl la tiene cuando plantea que no posee la autoridad de su hermano, ni el control sobre el gobierno y sobre la sociedad, para poder gobernar en medio de los escombros y de la pobreza generada por un sistema en el que ya casi nadie cree. Entre sus íntimos, Raúl repite, preocupado, que, o mejoran las condiciones infrahumanas en que viven los cubanos, o no tardará en tener que sacar las tropas a reprimir manifestaciones masivas de descontento.
¿Quién ganará este conflicto? Probablemente, esta vez, los reformistas. ¿Por qué
esta vez? Porque el problema no es nuevo: se presentó en los setenta, en los ochenta (durante la perestroika), en los noventa, tras la desaparición de la URSS, y ahora vuelve a resurgir. En los anteriores episodios Fidel Castro, invariablemente, aplastó a los reformistas. Pero ahora se está muriendo, casi no puede moverse de su lecho de convaleciente, y ha perdido la capacidad de imponer su voluntad. Para él todo esto es un castigo insoportable. [©FIRMAS PRESS]
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