Como es sabido
los partidos políticos de izquierda, tanto la presuntamente moderada encarnada
en el PSOE como la más radical representada por Podemos, lograron importantes
avances en las elecciones autonómicas y municipales del pasado mes de mayo en
España. Hablo de una izquierda “presuntamente moderada” al referirme al PSOE,
pues uno de los fenómenos políticos de este tiempo es la progresiva
radicalización hacia la izquierda de ese movimiento.
Empujado por un
genuino descontento derivado de una economía que no termina de arrancar, así
como por la extendida corrupción de las élites políticas tradicionales, un
electorado inquieto y desconcertado ha empezado a experimentar con fórmulas
heterodoxas, que sólo presagian borrascas para España.
Por los momentos,
algunos de los ayuntamientos y regiones controlados por la izquierda española y
por los sectores independentistas, se están dando a la tarea de eliminar en
salas de reuniones y sitios públicos retratos y bustos de los reyes Juan Carlos
I y Felipe VI, entre otros símbolos de la monarquía, así como de proseguir el
rumbo –que comenzó hace ya algunos años– de cambiar nombres a calles, derribar
estatuas, programar y publicar nuevos textos con versiones sesgadas y
parcializadas de la historia, a fin de desfigurar y desechar en todo lo posible
la memoria de lo realmente acontecido durante la guerra civil de 1936-1939, y
condenar sin miramientos y en todos sus aspectos al régimen franquista.
Lo primero, es
decir, la ofensiva antimonárquica se refiere al presente de manera directa; y
lo segundo, la perspectiva unilateral de la historia, también tiene que ver con
el presente, sólo que en este caso se accede a la actualidad mediante la
transformación del pasado. En tal sentido, con su ataque creciente a la
monarquía, la izquierda radical y el independentismo regionalista apuntan con
gran acierto contra las bases del Estado español, a objeto de erosionarlas y
eventualmente lograr su desintegración.
La distorsión del
pasado en función de una perspectiva única y hegemónica, procura transmitir a
las nuevas generaciones la versión que la izquierda derrotada en la guerra
civil tiene de ese conflicto, y que se caracteriza por su miopía y falta de
equilibrio.
Con estos dos
procesos, el ataque a la monarquía y la distorsión de la historia, la izquierda
española en general, pero particularmente su sector más radical, pone de
manifiesto otra vez un rasgo clave de la acción de la izquierda política
internacional en su camino al poder y en su ejercicio del mismo. Lo que ahora
hace la izquierda radical en España, con una pequeña ayuda de los “moderados”,
fue lo que hicieron los bolcheviques en Rusia, los maoístas en China, los
hermanos Castro en Cuba, los sucesores de Allende y la Unidad Popular en Chile,
y Chávez y sus seguidores en Venezuela. El proceso de desfiguración de la
historia con base a una versión unilateral de la misma es empleado como
instrumento de consolidación del poder.
La versión que la
izquierda española ofrece sobre la guerra civil y el franquismo, sería capaz de
convencer a más de un incauto que ese conflicto y el régimen que produjo
salieron casi de la nada, o quizás sencillamente de las torcidas intenciones de
un grupito de conspiradores, alentados por los más oscuros designios y situados
en una especie de limbo fuera de todo contexto concreto. Pero cualquier persona
que se ocupe de leer un poco acerca de lo que fue la República española y luego
la guerra civil, en libros de historiadores serios y ponderados como Hugh
Thomas y Anthony Beevor, por ejemplo, con seguridad alcanzará una perspectiva
mucho más balanceada, una perspectiva que muestre no solamente el caos en que
el radicalismo de la izquierda sumió a España antes de la guerra civil, sino
también las atrocidades que tanto la izquierda como los nacionalistas se
infligieron mutuamente entre 1936 y 1939.
Basta con
informarse un poco acerca de lo ocurrido dentro de las propias filas
republicanas durante esos años, sobre las luchas implacables entre comunistas y
anarquistas, la incontrolable violencia callejera, la ausencia de autoridad, la
ingobernabilidad, la destrucción de todo derecho y la pérdida absoluta de un
sentido del orden y de vigencia de las leyes, para tener claro qué le esperaba
a España bajo un régimen comandado por quienes dirigieron la guerra civil del
lado republicano.
El régimen
franquista nacido de esa feroz guerra civil estuvo lleno de las sombras propias
de toda dictadura, en especial de una dictadura surgida de un enfrentamiento
fratricida, caracterizado por la inmensa y dolorosa crueldad desplegada por
todos los bandos participantes. Ahora bien, la necesaria crítica a ese pasado
no debe jamás perder de vista sus orígenes en el caos republicano. La
pretensión de erradicar a Franco y el franquismo de la historia española es una
tarea sin destino aunque políticamente útil, y la izquierda española actual
desea hacerlo, desea execrar toda esa etapa histórica para servir sus metas de
poder presente, golpeando también a la monarquía que emergió fortalecida del
franquismo y de la posterior transición democrática.
Con relación a
Allende, a la experiencia trágica de la Unidad Popular y al consiguiente
régimen de Augusto Pinochet, ha sucedido algo parecido. Se olvida hoy con
demasiada frecuencia el desastre que fue la etapa allendista en la historia chilena,
un incesante caos impulsado por una minoría exaltada y radicalizada, incapaz de
respetar los límites que la Constitución y una larga tradición de convivencia
democrática establecían en Chile. Esa minoría fue incapaz de percatarse del
peligro mortal que corría al movilizar a las masas hacia el abismo. La
dictadura de Pinochet se vincula de manera directa al empeño de Allende y sus
seguidores, especialmente en el partido socialista y agrupaciones como el MIR,
de imponer su voluntad por encima de todo, enlazados de paso con Fidel Castro,
quien con característica temeridad acentuó las tensiones de la vorágine que
fracturó a Chile.
No obstante, no
pocos presentan hoy a Allende como un mártir impoluto, y la izquierda chilena,
de nuevo en el gobierno y dirigida por la poco iluminada presidenta Bachelet,
se dedica a escarbar el pasado para revolverlo y distorsionarlo, asegurándose
así que una versión sesgada y parcializada de la historia prevalezca.
La receta ha sido
aplicada, con la inmensa torpeza, ignorancia y malevolencia que tipifican al
chavismo, en una Venezuela cada día más postrada, sometida de modo implacable
al bombardeo propagandístico de un régimen que ha llegado al extremo de cambiar
el nombre al país y desmembrar sus símbolos patrios, así como de transformar el
rostro de Bolívar para hacerlo menos blanco y más “pardo”, según el guion de un
grupo que lleva el resentimiento hondamente marcado en el alma. Además de esto,
y tal vez de manera todavía más destructiva para las nuevas generaciones, el
chavismo ha execrado los cuarenta años de República Civil sin hacer la más
mínima concesión a la objetividad y el equilibrio históricos, condenando
globalmente y sin atenuantes cuatro décadas cruciales de nuestra historia,
durante las que Venezuela alcanzó importantes logros en los más diversos
ámbitos del progreso colectivo.
No debe
sorprendernos todo ello, en vista –entre otras razones– de que un nutrido
contingente de asesores de la izquierda radical española se ha hecho presente
en Venezuela desde hace años, cobrando gruesas sumas de dinero a cambio de
suministrar a nuestros delirantes gobernantes el libreto que señala la
distorsión de la historia como un método fundamental para la consolidación del
poder. Se trata de seguir el consejo de Antonio Gramsci, teórico comunista
italiano de comienzos del siglo pasado, levantando el edificio casi
infranqueable de la “hegemonía comunicacional”.
El régimen creado
por Chávez y ahora en manos de Maduro ha usado esa hegemonía con no poca
eficacia, hasta el punto de que la misma oposición no se atreve, o no desea,
diferenciarse del populismo socialista de manera clara e inequívoca. Y al
respecto cabe preguntarse, ya a estas alturas del proceso de demolición institucional
y socioeconómica chavistas: ¿qué hemos aprendido los venezolanos, si es que
algo hemos aprendido, durante estos pasados 17 años?¿Entendemos acaso el
vínculo entre el proyecto socialista y el colapso de la nación? ¿Existe acaso
una visión, así sea somera, dentro del liderazgo opositor acerca de la sociedad
y el sistema económico alternativos que sería necesario construir sobre las
terribles ruinas del chavismo?
Si bien cabe
dudar acerca del aprendizaje de los venezolanos luego de la fatal etapa histórica
chavista, en lo que a España se refiere parece claro que ya muchos han olvidado
las lecciones de la guerra civil y el franquismo. La izquierda y los
separatistas de nuevo se radicalizan, en tanto que las élites políticas se
enredan en una enmarañada red de corrupción que día a día depara nuevas
sorpresas. Y todo ello ocurre en medio de la creencia, bastante generalizada,
de que “lo que pasó no volverá a pasar”. Grave e imperdonable error.
Anibal Romero
aromeroarticulos@yahoo.com
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