*CARLOS ALBERTO MONTANER: TRANSCRIPCIÓN DE UN DISCURSO “IZQUIERDAS CARNÍVORAS Y VEGETARIANAS”
La mayor paradoja que presenta el moderno debate ideológico latinoamericano es su antigüedad. Tiene 200 años de iniciado. Apenas hay factores novedosos en la disputa. Se trata de variaciones sobre un mismo tema. En 1810, cuando comienza el enfrentamiento entre España y sus colonias, la lista de agravios que exhibían los criollos incluía la falta de comercio libre internacional, el proteccionismo, el centralismo administrativo impuesto por los Borbones madrileños, la excesiva y arbitraria presión fiscal, y un tipo de estructura estatal en donde los poderes públicos dependían totalmente de la Corona. La Corona hacía las leyes, nombraba los jueces, ejercía la autoridad de forma ilimitada y utilizaba sus recursos para enriquecer a los cortesanos favoritos.
Como sucedió en Estados Unidos, los criollos se rebelaron contra esa forma de relación entre la metrópolis y las colonias. La Corona y los realistas que la respaldaban defendían el modelo mercantilista del antiguo régimen, mientras los independentistas postulaban las ideas liberales y republicanas entonces en boga. El uruguayo José Gervasio Artigas, por ejemplo, solía tener consigo un pequeño ejemplar de la Constitución norteamericana de 1787, el colombiano Antonio Nariño tradujo, publicó, y fue a la cárcel por ello, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano promulgada por los franceses en 1789, mientras Simón Bolívar, sin mucho éxito, intentaba que su admirado Benjamín Constant le reconociera su condición de liberal.
Estamos, pues, ante un curioso cambio de papeles e identidad. Si entonces los dos grandes sectores políticos enfrentados se hubieran denominado “derecha” e “izquierda”, los realistas hubieran sido la derecha reaccionaria, y los independentistas habrían sido conocidos como la izquierda progresista. Dos siglos más tarde, las denominaciones han cambiado de signo y quienes se denominan izquierda progresista son los proteccionistas, enemigos del comercio libre internacional, partidarios de una economía estatista y centralizada, dotada por medio de una intensa presión fiscal, controlada por el gobierno, mientras quienes sostienen las ideas liberales -mercado, derechos de propiedad, apertura comercial, primacía del individuo, bajos impuestos, limitación de la autoridad y división de poderes de acuerdo con la tradición republicana- son calificados como derecha conservadora. O sea, los denostados neoliberales.
Las señas de identidad
No hay, naturalmente, una izquierda, sino varias, y algunas de ellas están mucho más cerca de la derecha liberal de lo que están dispuestas a admitir. En un libro reciente, El regreso del idiota, que, como el anterior, publicado hace más de una década, el Manual del perfecto idiota latinoamericano, he escrito junto a Plinio Apuleyo Mendoza y Álvaro Vargas Llosa, en el tono jocoso que elegimos para estos polémicos textos, clasificamos a las izquierdas como ‘vegetarianas” y “carnívoras”.
Grosso modo, la vegetariana es la que se mueve dentro del marco de la democracia occidental, cercana al modelo socialdemócrata europeo de nuestros días, mientras la carnívora se desplaza a la velocidad que le permite su crispada realidad política hacia el colectivismo autoritario de inspiración cubana, como señala Hugo Chávez en una metáfora marinera: “navegamos hacia el mar de la felicidad cubano”. Borrascoso Estrecho de la Florida, por cierto, del que, cuando pueden, los cubanos suelen escapar en unas balsas nada metafóricas.
La manera más comprensible de entender las diferencias entre esas izquierdas es acercarnos a los casos concretos. La vasta y muy variopinta familia se compone, aparentemente, de Argentina, Brasil, Uruguay, Venezuela, Bolivia, Ecuador, Nicaragua y, por supuesto, en el extremo más radical, Cuba, esa reliquia de diseño soviético surgida de la Guerra fría. A Chile se le suele incluir en el mismo pelotón porque gobiernan los socialistas desde hace dos periodos, en concertación con los democristianos, pero, en realidad, la señora Michelle Bachelet, como antes Ricardo Lagos, se parecen muy poco a eso que se llama “izquierda latinoamericana”.
En definitiva, ¿qué tienen en común sus gobiernos? Fundamentalmente, cuatro aspectos:
· En primer lugar, el discurso político. Dentro de una visión paranoica, cercana a las teorías conspirativas, atacan permanente a lo que llaman el neoliberalismo. Achacan casi todos los males económicos actuales a las privatizaciones de los años noventa y a las recomendaciones del FMI y el BM resumidas en el Consenso de Washington (CW), olvidando totalmente la pobre situación del Continente anterior a esta etapa.
· También coinciden en el asistencialismo masivo. Reclutan a una buena parte de su clientela política con diversas formas de lo que llaman “gasto social”. Esos recursos a veces sirven para alimentar a los más necesitados -lo que sería justificable-, pero otras se utilizan para amansar, sobornar o utilizar como tropa de choque a los más peligrosos y agresivos, como sucede con los piqueteros argentinos.
· En general, el antiamericanismo, con diverso grado de virulencia, es otro rasgo común. Los yanquis, como decía el himno sandinista originalmente, son los “enemigos de la humanidad”.
· El cuarto elemento es la actitud antisistema y el desprecio por las instituciones y partidos políticos tradicionales. El líder de la nueva izquierda es, generalmente, un outsider.
Un poco de historia
¿Cómo se creó esta matriz de opinión? Todo parte de un inmenso error relacionado con la forma en que se crea la riqueza, pero antes de llegar a ese punto es conveniente hacer un breve recuento histórico.
En la segunda mitad de los ochenta del siglo pasado, ya resultaba totalmente inocultable que habían fracasado las propuestas cepalianas de sustitución de importaciones, mediante estados proteccionistas, fuertemente intervencionistas y planificadores, muchas veces convertidos en empresarios. Por ese camino, América Latina no se desarrollaba, sino se estancaba, retrocedía, o padecía altísimos índices de corrupción y feroces inflaciones, como las que sufrieron Perú, Argentina, Ecuador, Bolivia y Nicaragua, mientras otros países, como los tigres de Asia, despegaban fulminantemente. Fenómeno que también se observaba en el Chile de Pinochet, donde la reforma fue muy exitosa en el plano económico y generó tasas de crecimiento cercanas al 8% de manera continua, al menos en los últimos años de la dictadura, aunque en el político se trató de un cruel experimento saldado con varios millares de muertos, desaparecidos y torturados.
Fue entonces, en los ochenta, cuando algunos políticos, generalmente procedentes del campo socialdemócrata, comenzaron a reformar las relaciones entre la sociedad y el Estado, introduciendo medidas de apertura extraídas del recetario liberal: Oscar Arias en Costa Rica, César Gaviria en Colombia, el boliviano Víctor Paz Estenssoro, el venezolano Carlos Andrés Pérez en su segundo periodo, el argentino Carlos Menem, el ecuatoriano Sixto Durán, y el mexicano Carlos Salinas de Gortari fueron buenos ejemplos del abandono de los viejos dogmas. Todos, de alguna manera, estaban respondiendo a una atmósfera general de regreso a la ortodoxia económica y a la defensa del mercado y la responsabilidad individual, movimiento que en Inglaterra había encabezado la señora Thatcher y, en Estados Unidos, Ronald Reagan. Resultaba muy significativo que pocos años antes, Friedrich Hayek (1974) y Milton Friedman (1976) hubieran recibido el Premio Nobel. Era, simplemente, la hora del liberalismo clásico, como se entiende en Europa esa palabra, que regresaba triunfal a la imaginación política colectiva tras el fracaso parcial de las propuestas keynesianas, y esta influencia llegaba a América Latina.
Sin embargo, los resultados de la reforma fueron insatisfactorios en América Latina. ¿Por qué? Por dos razones: la primera, es que esa reforma casi siempre se hizo a regañadientes, sin el previo consenso de la sociedad, de forma limitada, y con muchos elementos contradictorios como, por ejemplo, la falta de control en el gasto público, como sucedió en la Argentina de Menem, donde el aumento exponencial del gasto público hizo imposible el sostenimiento de la paridad entre el peso y el dólar, hasta que se produjo el estallido financiero, con la vergonzosa confiscación de los ahorros nacionales y el jubiloso e irresponsable impago de la deuda pública. Por otra parte, con frecuencia el proceso de privatización de las empresas estatales fue muy turbio, en algunos casos hubo enriquecimiento ilícito, y en casi todos los nuevos propietarios, aunque mejoraron muy notablemente los servicios ofrecidos, aumentaron las tarifas para recuperar sus inversiones, algo que irritó a una sociedad acostumbrada durante décadas al esquema contrario: pésimos servicios, o terriblemente insuficientes, pero fuertemente subsidiados.
El inmenso error
Había, además, otro factor en el que casi nadie reparaba: la reforma introducía un elemento de eficiencia en el manejo de las finanzas públicas, pero no necesariamente aumentaba la riqueza existente. ¿En qué consistía la reforma? En esencia, en una decena de recomendaciones recogidas en el Consenso de Washington por el economista John Williamson, alguna de ellas, por cierto, alejada de las propuestas estrictamente liberales, como es esconder la falta de competitividad mediante la manipulación de la tasa de cambio. Recordemos cuáles eran, resumidas, esas diez recomendaciones:
1. El establecimiento de disciplina fiscal. Lo que se gastaba tenía que limitarse a los ingresos o a la capacidad razonable de endeudamiento, pero no más.
2. Control y reordenamiento del gasto público para privilegiar la salud, la educación y las infraestructuras, en detrimento del asistencialismo puramente humanitario, casi siempre improductivo y clientelista.
3. Reforma y simplificación fiscal para recaudar más eliminando excepciones y privilegios.
4. Liberalización de las tasas de interés.
5. Utilización del tipo de cambio para sostener la competitividad.
6. Disminución progresiva del proteccionismo arancelario.
7. Estimular la apertura el exterior para atraer inversiones extranjeras.
8. Privatización de las empresas en poder del Estado.
9. Facilitar el acceso al mercado de los agentes nacionales e internacionales para agilizar la realización de transacciones comerciales y estimular la competencia, reducir los precios y mejorar la calidad de bienes y servicios.
10. Fortalecimiento de los derechos de propiedad.
Todo eso, qué duda cabe, era importante y contribuía a crear un clima más propicio para la generación de riqueza, pero pertenecía al mundo de la macroeconomía, al de los famosos “ajustes”, y ya se sabe que los mortales viven en el otro, en la microeconomía, donde existen empresas que dan trabajo, pagan salarios, ahorran, obtienen beneficios, invierten y, cuando hay suerte y ciclos prolongados, crecen incesantemente absorbiendo la mano de obra nueva que se asoma al mercado laboral.
En los países que habían dado el salto a la modernidad y el progreso, además de recurrir al recetario liberal, el gobierno y la sociedad civil, en general, habían hecho un esfuerzo muy importante para mejorar sustancialmente el tejido empresarial alentando el ahorro interno y atrayendo el externo, invitando y fomentando la instalación de compañías internacionales que le agregaban un alto valor a la producción de bienes y servicios, y fortaleciendo de diversos modos a los empresarios nativos para que crearan riquezas desarrollando fuentes de empleo mientras generaban productos con calidad y competitividad suficientes como para estar presentes en los mercados internacionales.
Para los coreanos o los taiwaneses resultaba obvio que exportando arroz no era posible desarrollar el país, con lo que se ponía en duda la mítica reforma agraria como solución permanente de los problemas del campesinado pobre. Los singapurenses y los habitantes de Honk-Kong sabían que el aumento sustancial del nivel de vida de sus pequeños territorios dependía de la tecnología y la ciencia, y eso requería una fuerte asociación con el gran capital internacional. Depender de la mano de obra barata como una ventaja comparativa sólo podía servir por un tiempo, mientras dominaban los modos de producción de los países del primer mundo y conseguían ahorrar e invertir un porcentaje altísimo de los ingresos derivados de esa asociación, pero la secuencia de los objetivos estaba clara: asociarse a los productores eficientes, copiar, innovar, mejorar y competir en precio y calidad. Tampoco era una experiencia inédita en esa zona del mundo: ya lo habían hecho los japoneses tras la Segunda guerra mundial, y aún antes, a partir de la Revolución Meiji de 1867.
En el sudeste de Asia ninguna persona sensata situada en la esfera de poder tenía la menor duda: el desarrollo y la prosperidad provenían de la existencia de un denso y variado tejido empresarial, internacionalmente globalizado, caracterizado por el alto valor agregado, y eso requería altas tasas de ahorro e inversiones, investigación, disciplina laboral, fin de la guerra de clases y de las supersticiones marxistas, rigor, seguridad jurídica, y un capital humano de primer nivel, formado en buenas universidades e institutos de educación.
El marco macroeconómico, sí, era importante, como lo era la existencia de un Estado de derecho hospitalario con la creación de riquezas, pero sólo en la medida en que actuaban como facilitadores y servían de soporte para impulsar lo que ya algunos economistas llaman el empresarialismo o “capitalismo empresarial”. Y esto fue lo que falló en América Latina: pusieron el acento en algunos aspectos de la macroeconomía, como si todo fuera un problema contable o administrativo, e ignoraron el resto de la ecuación, lo que explica los pobres resultados globales que exhibe la región.
El resurgimiento de las izquierdas
Es en este punto, armados por la frustración generalizada, donde las izquierdas resurgen de la debacle del derribo del Muro de Berlín y del desastre de la década de los ochenta (la llamada “década perdida”), revitalizando las viejas tendencias intervencionistas existentes a lo largo de casi todo el siglo XX, y muy especialmente desde que la constitución mexicana de 1917, tras una sangrienta revolución legitimada en la lucha por la posesión de la tierra, encomendó al Estado la tarea de lograr el desarrollo equitativo del conjunto de la sociedad.
El primer síntoma de este regreso a los viejos tiempos fue la llegada al poder del teniente coronel Hugo Chávez a principios de 1999. Traía un discurso antisistema profundamente hostil al capitalismo, que incluía antiguas ideas colectivistas, y no ocultaba su decisión de construir una Venezuela socialista muy cercana al modelo forjado en Cuba por su amigo Fidel Castro cuarenta años antes. A partir de este episodio, Lula da Silva ganó las elecciones brasileras en el 2002, Néstor Kirchner las argentinas en 2003, y Tabaré Vázquez las uruguayas en 2004. Evo Morales asumió la presidencia de Bolivia en enero del 2006. Exactamente un año más tarde, el nicaragüense Daniel Ortega y el ecuatoriano Rafael Correa comenzarían sus periodos de gobierno.
Todos proclamaban ser de izquierda, pero entre ellos había profundas diferencias, y las más notables eran las que se percibían entre Chávez y los mandatarios del cono sur, pese a que en el plano personal mantenían vínculos estrechos. Lula da Silva, que había fundado un partido obrero sobre un duro discurso revolucionario, una vez llegado al poder continuó la línea moderada trazada por el anterior mandatario, Fernando Henrique Cardoso, un reformista que había tomado muy en serio el recetario liberal del Consenso de Washington, limitando su izquierdismo a prestar asistencia alimenticia a las personas más necesitadas, empeñándose en una especie de cruzada contra el hambre. Néstor Kirchner, en cambio, comenzó por volver a estatizar algunas empresas previamente privatizadas por Carlos S. Menem, y retomó la vieja pasión peronista por aumentar los impuestos y controlar los precios de ciertos productos básicos, pero sin pretender destruir el sistema de economía de mercado, y sin la menor vocación de convertirse en una figura continental. El uruguayo Tabaré Vázquez, por su parte, pudo controlar a los elementos más radicales de su gobierno, y descubrió que su mejor aliado económico era el gobierno de Estados Unidos y no sus socios del MERCOSUR.
De alguna manera, pues, la izquierda vegetariana se había instalado en el cono sur. Sus rasgos principales eran el proteccionismo y el estatismo, pero no deseaba demoler el Estado de Derecho ni crear una sociedad igualitaria y colectivista. Esa pretensión sólo parecían encarnarla Cuba, Venezuela y Bolivia, mientras el Ecuador de Rafael Correa se mantiene como una incógnita, al tiempo que Daniel Ortega, cuyo corazón político está muy cerca de La Habana, es prisionero de un parlamento en el que el sandinismo es minoría, y de una sociedad que no desea volver al triste panorama de la guerra fría.
¿Cuál será el destino de esta tendencia política? Tras la derrota de Hugo Chávez en el referéndum del 2 de diciembre pasado, convocado para legitimar una reforma constitucional que aceleraba la conversión del país al “socialismo del siglo XXI” y aproximaba los sistemas de Cuba y Venezuela, el criterio general es que se trata de un experimento en vías de desaparición. Heinz Dieterich, un politólogo alemán radicado en México, y uno de sus teóricos y defensores más destacados, consignaba su pesimismo en Aporrea, una de las páginas de Internet más leídas por la izquierda carnívora:
“El Presidente Chávez ha sufrido una derrota estratégica en el referendo constitucional, que junto con la derrota estratégica del gobierno de Evo en Bolivia y la cada vez más precaria situación en Cuba, constituyen un panorama extremadamente grave para las fuerzas progresistas de América Latina. Es posible que los gobiernos de Hugo Chávez y de Evo Morales no sobrevivan los embates de la reacción en el año 2008 y que el modelo cubano se agote en el 2009-2010, si no se toman medidas realistas de inmediato”.
Lo desconcertante, sin embargo -además de llamarles “progresistas” a las sociedades que menos progresan en el planeta-, no es que esta izquierda desaparezca, sino que haya aparecido otra vez tras el fracaso en todas partes del socialismo real, y que América Latina, tal vez con la excepción de Chile, no consiga encontrar el camino del desarrollo, la estabilidad política y la conformidad de la sociedad con su ordenamiento jurídico, su diseño institucional y su modelo económico, como ha sucedido en países como España o los ex satélites europeos de la URSS.
¿Y qué sucederá con la otra izquierda, la vegetariana? Lo probable es que, poco a poco, como sucedió con el socialismo en la India, las clases dirigentes vayan abandonando las prácticas estatistas ante su fracaso, y finalmente se reconcilien con el mercado, las libertades económicas y el modo de organizar la sociedad que exhiben las naciones capitalistas y democráticas del primer mundo. Ya lo ha hecho Chile y no hay razón para que todas las naciones latinoamericanas no sigan ese mismo camino.
En las presentaciones de nuestro libro El regreso del idiota, como antes nos sucedía con el Manual del perfecto idiota latinoamericano, invariablemente alguien en el público suele preguntarnos a quiénes llamamos idiota, y la respuesta más convincente parece ser ésta: “idiota es todo aquel que realiza el mismo experimento veinte veces, a la espera de obtener resultados diferentes en algún momento”. Durante todo el siglo XX América Latina jugó en innumerables ocasiones con diversas variantes del socialismo, unas veces autoritario y otras democrático, sin otros resultados que la pobreza y el atraso relativos. Esperemos que en el siglo XXI aprendamos la lección y dejemos de tropezar una y otra vez con la misma piedra.
Carlos Alberto Montaner
Conferencia de apertura del seminario internacional “Globalization and the Rise of the Left in Latin America”
The Withersponn Institute
Princeton University, 6 de diciembre de 2007
Saludos....
Elio Enrique Almarza Jr.
Maracaibo, Edo. Zulia, Venezuela.